Sigo sin recordar su nombre. Era un hombre calvo, algo rechoncho, gafas tan delgadas que parecían de hilo metálico, rectangulares, de médico (de dentista). La presentación no lo pareció. Unos minutos antes se había sentado a mi lado en la barra del bar justo después de preguntar si el taburete de mi izquierda estaba libre y nada más; seguí hablando con mi amigo. Al poco nos preguntó que si éramos españoles, que qué hacíamos en Londres, el fútbol, Messi y Cristiano, cosas bobas con inglés depurado y acento desconocido. Luego ya nos contó. Se llamaba de tal forma, pero me cogió desprevenido; el orden de las letras de su nombre dejó de existir casi justo al nacer: no pude retenerlo.
Hablar con extraños, hablar, siempre que se habla, es completar puzles, desenmarañar el hilo, cortar la distancia, ver el otro lado del jardín. Esta conversación me hizo entender un poco, dejar de saber que ignoro por un rato, quitarle la tapa a las inquietudes que Europa adormece en el ser-europeo que piensa que ya está todo hecho, que se ha acampado en la cima, que la última guerra del planeta fue contra los nazis y la paz es el nuevo hábito del mundo.
El hombre que debía de, tiene que, tener nombre tenía 31 años, aparentaba más, una esposa y es probable que en este momento tenga el hijo que no tenía pero que iba a tener cuando lo tuve a mi lado. Había viajado cerca de siete horas desde su país, Arabia Saudí, hasta la capital del reino, y ahora disfrutaba a la vista de todos, decía, con cara de travieso, un niño enorme por un momento, de una bebida alcohólica. En su tierra eso es cosa sencilla, sencillamente ilegal. Los saudíes que quieren emborracharse tienen que adquirir los whiskyroncervezavodkavino en el mercado negro y pagar un precio bastante alto (y el hombre deja de ser niño para ser mimo y hace como si transportase una bolsa imaginaria escondida debajo del abrigo) para beberlo en casa, también a escondidas. ‘Exactamente igual que aquí con la marihuana’, aclara, y asiento y sonrío mientras pienso que si él supiera…
Famoso por la Gracia de Dios
Contra todo pronóstico, el español más conocido en Arabia Saudí, al menos en la Arabia Saudí de este hombre, que aparte de hombre es dentista en la sanidad púbica de su país, no es Andrés Iniesta o Rafael Nadal; ni siquiera Rosalía lo es. No, el español más famoso allí es el rey emérito Juan Carlos I (el hombre-dentista pensaba que seguía en su puesto y le tuve que explicar que había abdicado y que ahora Felipe), me contaba riendo. Él (el Borbón, no el funcionario) y la familia real saudí eran (son) grandes amigos y todos los saudíes lo saben. En España algo se había escuchado sobre el asunto, pero no parece que a nadie le importe, ni que alguien sepa que el actual jefe del Estado de aquella monarquía totalitaria teocrática se llama Salmán bin Abdulaziz y que heredó el trono tras la muerte de su hermano que, a su vez, lo había heredado de otro hermano, y que, según explicaba el hombre desde la calma del taburete a siete horas por el aire de su casa, tiene al pueblo en la miseria para poder gastar millones en lujos excéntricos, en caprichos de rico. Y aquí comenzó la diatriba cansada del otra vez mimo que gesticulaba para dibujar en ninguna parte la magnitud de su desgracia: en su nación no existe la clase media; la vida ha seguido un proceso maniqueo en el que solo hay dos posibilidades para pasarla mientras uno muere: ser noble riquísimo o pobre paupérrimo.
-¿De cuántas horas es la jornada laboral en España?- me preguntó.
– Ocho- respondí.
Expulsó una carcajada irónica.
-En mi país para ser pobre hay que trabajar doce horas al día como mínimo.
Y entonces me enseñó una sonrisa tan triste…; que yo creo que ahí le vi el rostro a la resignación.
Pero lo peor no era eso. Cuando uno no tiene derecho a mandar ni en su propia hambre lo habitual es que le quede el consuelo de poder quejarse, blasfemar, perorar, cagarse en Dios (algo impensable en un país donde la ley dice que todo ciudadano está obligado a ser musulmán). Pues tampoco: ‘En cuanto alguien protesta lo llevan a la cárcel, desaparece de un momento a otro, y ya nadie sabe de él más’, relataba.
-Quieres decir que lo asesinan- repliqué.
-Nononono, solo se lo llevan preso, pero nadie lo ve más- el hombre cogió su móvil, lo tenía encima de la barra, y lo sostuvo por unos instantes en el aire, observándolo: ¿Por qué creéis que tengo mi teléfono apagado? Porque me pueden espiar a través de él. Si me escuchasen contándoos todo esto…- otra vez la sonrisa triste.
Y ahí pensé en la libertad enjaulada de este siglo, en el que se proclama que ahora todos tienen voz, que las nuevas tecnologías (¿se puede utilizar todavía ese adjetivo para calificar Internet, las redes sociales, las neveras que hacen la compra ellas solas?) son el paseíllo a la censura, el final de no poder decir, la oportunidad de quejarse aunque sea al vacío (como gritar en medio del bosque sin emitir sonido alguno); pero, a fin de cuentas, esa supuesta libertad solo es posible en países donde se permite expresar prácticamente cualquier idea sin sufrir represalias legales; en los que no, como Arabia Saudí, los aparatos digitales (que ya hasta los mendigos usan en Shanghái para recibir limosnas a través de código QR) solo sirven para controlar a la población a unos niveles enfermizos: la dictadura perfecta. En las democracias occidentales también existe dicho control, pero no es tan evidente y merecería un extenso artículo completo.
Poco antes de marcharnos, el hombre (que es dentista, recuerden, por lo que ahora viene) expuso su última preocupación: cómo pagar todo lo necesario para sustentar a un recién nacido. Temía que su sueldo no le llegase para comprar cuna, pañales, sillitas, juguetes… La alegría de ser padre podía con todo, pero la responsabilidad a veces puede más que lo que puede con todo.
Nos despedimos de él, no, no, no nos quedamos más que tenemos que irnos, con dos fuertes apretones de mano, nos deseamos suerte mutuamente y no fui capaz de preguntarle su nombre. Es poco probable que alguien de Arabia Saudí alguna vez lea estas líneas, pero en un mundo donde ya es (¿siempre ha sido?) todo posible mejor no tentar a la suerte. Al final resulta que va a ser un acierto el fallo de seguir sin recordar aquel nombre.