
Dieron las once y el reloj del Big Ben, indiferente entre el metal de los andamios que lo cubren, sumido en el letargo al que acostumbra, continuó mudo y mantuvo su gesto impávido de cosa conocida y ajena al barullo de la celebración que tenía lugar justo debajo de él. De poco sirvieron los intentos del primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, por hacerlo hablar: la campana de la Torre de Isabel II, en el Palacio de Westminster, no repicó para celebrar la salida oficial de su país de la Unión Europea. Todo lo que se oyó fue la imitación digital que los organizadores de la fiesta en la plaza de al lado, Parliament Square, habían proyectado en la pantalla que se erguía sobre el escenario que minutos antes había servido de plataforma para los conciertos y los discursos de algunas de las personalidades que apoyan su causa.
Las celebraciones habían empezado un par de horas antes, aunque la multitud llevaba congregada en la plaza desde el comienzo de la tarde.
Ondeaban al viento decenas de banderas británicas; había banderas en los sombreros, banderas en las mejillas, en las frentes; banderas en los disfraces; trajes hechos de bandera, banderas que servían de traje; banderas para niños, para adultos, para perros; banderas del Reino Unido, de Inglaterra, de Gales, de Estados Unidos, incluso alguna alemana; banderas agitadas por borrachos y borrachos que se agitaban como banderas; banderas proyectadas en la fachadas; algunas banderas escondidas por sea caso; banderas perdidas y robadas, encontradas, zarandeadas… todo era bandera y todo ayudaba a la apoteosis de la simbología en forma de trapo.
A escasos tres minutos de Parliament Square, caminando en línea recta, se llega a la verja que impide el paso al 10 de Downing Street, la sede de la casa del primer ministro británico. Delante de ella y de los policías que la custodiaban, una aglomeración de personas contentas con cervezas, vino y champán coreaba cánticos e himnos y aclamaba a Johnson como a un héroe mitológico. Por el momento, la única nota discordante en medio de la alegría compartida era un anciano de pelo blanco y andar encorvado que, ataviado con una bandera a modo de capa y con un megáfono como todo arsenal de resistencia, se dedicaba lanzar el himno de la Unión Europea a los cuatro vientos de Whitehall, la avenida de los ministerios en Londres.
El menú
Justo en ese momento, el primer ministro cenaba con todo su gabinete y sus principales asesores dentro de la casa presidencial. El menú había sido anunciado a bombo y platillo por toda la prensa inglesa y, por entonces, ya era una noción popular que la cena sería eminentemente británica, a base de queso azul de Shropshire, vino espumoso inglés y pudin de Yorkshire. Mientras tanto, a las puertas del Cabinet Office, lo que en España es el Ministerio de la Presidencia, un repartidor de pizzas de una conocida cadena estadounidense esperaba que le abriesen la puerta para entregar un pedido.
En la calle los ánimos comenzaban a crisparse. El anciano remainer, así se llama a las personas que votaron a favor de la permanencia en la Unión, discutía, nervioso, con un adversario político. En un momento gritó: “¡A mí me da igual, yo tengo dinero, no es por eso por lo que quiero ser europeo!”. Dos chicos, apenas mayores de edad, que escuchaban la diatriba con mirada divertida se rieron. Uno de ellos susurró: “Lógico, tiene dinero, por eso quiere quedarse”.
Los conciertos ya habían empezado en Parliament Square. La lluvia, que durante toda la tarde había caído por la ciudad como una preocupación, había cesado. La plaza estaba abarrotada a pesar del césped embarrado y de las informaciones alarmantes sobre el coronavirus, que compartían las portadas de los principales periódicos con la inminente llegada del Brexit desde hacía más de una semana. Sonaba la música y alguna campana de juguete a modo de reivindicación y de fiesta. El evento era retransmitido en directo por las redes sociales de los medios de comunicación. Había periodistas de todo el mundo y todo el mundo quería opinar.
Faltaba media hora para que el divorcio se consumase. A las afueras de Downing Street, un pequeño grupo de no más de diez personas con la bandera azul y amarilla de la Unión aguardaba no se sabe qué, charlando, tímidos, ante la evidente manifestación de fuerza de los que apoyaban la escisión. Uno de ellos era español, de Almería, rondaba los 40; 9 viviendo en Londres, hablaba serio, estaba triste. Decía que iba allí para “acudir a un funeral”. Al ser preguntado por el referéndum de 2016 en el que ganó el Brexit, su respuesta era tajante: no fue legítimo. “¿Cómo va a ser válido si un millón de británicos que vive en el extranjero no pudo votar por llevar más de 15 años fuera del país?”, sentenció. El resto, ante la misma cuestión, solía esgrimir el argumento recurrente de que la campaña por la salida de la Unión Europea había estado basada en mentiras.
Hubo bastantes discusiones entre ambos grupos. Generalmente, eran los partidarios del Brexit los que increpaban a los otros. Es posible hacer un retrato de ambas partes. Los europeístas eran personas de mediana edad, intimidadas pero dispuestas a defenderse, seguros de sí, un poco altivos. Los euroescépticos cantaban, se crecían porque eran más, tenían fuerza, se dividían entre individuos entrados en años y jóvenes sin casi derecho al voto. Existe una teoría que dice que el liberalismo no canta y que por eso no emociona.
Juntos por la diversión
Cuesta creer que el único punto de unión entre ambos bandos, y solo de forma momentánea, fuese la policía. Ocurrió que, mientras dos hombres contrarios discutían a viva voz sobre el almirante Nelson y la batalla de Trafalgar (a saber por qué), un agente le quitó la cerveza de la mano al europeísta y el euroescéptico, algo borracho, olvidando las diferencias con su adversario, sonrió y le pidió al policía que le devolviese la cerveza a su rival. Caso omiso. Transcurrieron tres segundos de silencio y de mirada cómplice. Al final, el brexiter, contento y con la boca desdentada, gritó: “¿Ves? Ese es el enemigo, el que nos quita el disfrute”. Y ambos se dieron la mano.
A apenas cinco minutos para las campanas por ordenador y mientras el líder del Partido del Brexit, Nigel Farage, arengaba a los suyos desde el escenario de la plaza, cinco policías arrinconaban contra una pared a un hombre en Whitehall; lo tiraron al suelo, lo aplastaban, le hacían daño, el hombre gritaba, sus amigos grababan el momento e insultaban a los agentes (“¡Es un humano, no un animal!”); los curiosos que rondaban por allí grababan el momento y se reían, divertidos. Cuando se lo llevaron en un furgón, un policía tenía una de sus zapatillas en la mano y la Unión Europea ya no tenía al Reino Unido entre sus miembros.
Dieron las once y la separación oficial se produjo a pesar del mutismo del Big Ben. Nada había cambiado y, sin embargo, algo era distinto: el mismo aire, una alegría a gritos por todas partes, extraños abrazados en medio del jaleo, felicitaciones desde el escenario, banderas subiendo a la gloria del cielo nublado y banderas pisoteadas por el olvido en medio de la carretera mojada, el himno del país, God Save The Queen, en una pantalla gigante para que todos lo coreasen, ojos con lágrimas, líderes políticos escondidos en sus mausoleos, turistas con vocación de modelos en el puente de Westminster, los pubs llenos de gente, una chica llorando y susurrando “es un día triste, es un día triste”.