
Creo que fue el otro día. Yo estaba leyendo al sol un reportaje viejo y soberbio sobre la guerra de los Balcanes y no buscaba nada, pero allí estaba él, en Belgrado. Era un hombre de cuarenta y tantos, serbio, con posibles y familia, aunque a esta la había enviado a otro país para que no sufriera (al menos físicamente) los incordios de la contienda. Apenas habíamos compartido unas pocas líneas del texto, pero lo dijo entonces: «Yo no me marcho de aquí porque fuera a los serbios nos tratan como si fuésemos personas de tercera», o algo así, cito de memoria. Entonces, con mi cabeza a salvo ya de las bombas de la OTAN, imaginé a aquél rico con bigote en Grecia o Italia, no sé por qué, un lugar polvoriento y soleado, seco, y maltratado por un idioma extranjero que no comprendía. Fue ahí cuando, sin quererlo, me pregunté cómo se sabe de dónde es alguien, cómo estar seguro de los prejuicios.
Anduve buscando en mis recuerdos algún serbio, pero no vi ninguno. Entonces me dio por pensar que los serbios son todos hombres herméticos de pelo negro y piel blanca, regordetes, bajitos y con la cabeza siempre bajo un sombrero azul marino. Fui a Google a encontrar serbios y no se parecían en nada a mi boceto mental. Además, caí en la cuenta de que los serbios también son serbias y que era muy estúpido que una nacionalidad estuviese sujeta a un sexo. Pero no veía la manera de diferenciar a un serbio de cualquier otro ciudadano del globo y empecé a preocuparme.
El problema era que yo podía ir andando por la calle y cruzarme con un serbio y no saberlo; o aún peor: era posible que identificase a uno y que no lo fuese en realidad. Resultaba complicado. Lo hablé con algunos amigos y a todos les divertía mi dilema. En los descansos entre carcajada y bufido la mayoría llegaba a la misma conclusión: «Es sencillo, cuando creas haber encontrado uno, páralo y pregúntaselo». Ellos, al menos, me aconsejaban.
Yo creo que me tienen por un tipo muy culto y piensan que conozco alguna palabra del serbio; celebro que vivan engañados de esa manera, pero no es el caso. Si el serbio en cuestión no supiese inglés o castellano y me hablase en su idioma natal yo no sabría si me está contestando en dicha lengua o en cualquier otro dialecto desconocido. Además, las nacionalidades son motivo de guerras, identidades, barreras, fetiches, impuestos, carnets, fiestas, deportaciones, aduanas, muros, peleas, derechos, pasaportes, competiciones, debates, desfiles y un largo etcétera de cosas importantísimas; resulta ilógico que algo tan transcendental para organizar (unir y separar) el mundo no sea evidente a primera vista, sin margen de error, como la Navidad. Las personas que las crearon, que además de personas fueron héroes, mitos, reyes y curas, inteligentes y cultas, no obrarían de forma descuidada al montar todo este tinglado, y no lo habrían puesto en marcha sin un motivo incontestable y sencillo, evidente a simple ojeada.
Pero estuve dándole vueltas un buen rato y comprobé que no es así, que resulta imposible adivinar el país exacto del que procede alguien nada más verlo. Parece que las leyendas se derriten al contacto con los dedos. Nuevo fracaso. El asunto se complicaba.
Tenía que haber otra cosa, algo escondido de las primeras impresiones. Volví a los idiomas, a ver si mis amigos andaban en lo cierto, pero recordé que, aparte de los británicos, existen los estadounidenses, los canadienses, los australianos, los sudafricanos; incluso tengo noticia de algún español que domina el inglés. Nada. Fui al color de piel y terminé otra vez en Norteamérica y, aunque ante la ley no lo parezca y unos tengan más probabilidades de ir a la cárcel o de morir a manos de un policía que otros, en el papelito con foto que sentencia de dónde son pone lo mismo en el de todos. Tampoco. Probé con el pasado común, la famosa historia de los pueblos, y llegué a algunas partes de Europa central y a casi todos los países de África, aquellos cortados en líneas rectas por algún cuchillo alemán, afilado y pálido, oxidado, del siglo XIX y manejado por alguien que nunca había puesto un pie en el continente, y preferí detenerme; estaba claro que eso también era inútil.
Nada servía. Exhausto, a punto de rendirme, decidí investigar en terrenos más próximos. Miré a mis supuestos compatriotas mientras buscaba qué nos hacía pertenecer al mismo grupo.
Apareció en mi cabeza la imagen de cierta bandera y me entró un escalofrío inmediato, un repelús interno: no se trataba de trapos. Se me ocurrió que podría ser cosa de acentos…, pero era evidente que nanai. ¿Tendría que ver, entonces, con el estatus social? Recordé la famosa respuesta de Lorca, que a estas alturas ya debe de tener la importancia de un proverbio chino o un refrán español, en una entrevista mítica y entendí que yo tenía mucho más en común con el hijo de un carpintero francés o portugués que con el vástago de algún banquero de Pontevedra o Bilbao.
No quiero extenderme más. Probé con otras opciones, como la cultura (y decidí que esta podía ser válida en el pasado, pero que mi vida en Londres me había demostrado que en casi todo Occidente, en las últimas décadas, los niños han crecido viendo las mismas películas de Disney y las mismas series de dibujos animados japoneses) o la religión (perdón, estaba cansado, ya sé que resulta obvio que tampoco se trata de ella).
Incluso llegué a una especie de paz momentánea al aferrarme, de veras traté de hacerlo, a la idea, casi un tópico, del poeta Rilke, que decía que la patria de uno es la infancia. Estuve cómodo y feliz , tentado, por un tiempo en aquella tesis; incluso conseguí establecerme en ella un rato. Pero la realidad volvió a golpearme con su verdad ingrata: a los pasaportes y a los derechos les importa poco los lazos indestructibles que creamos con los lugares de nuestra niñez y me explican que yo, en parte, soy lo mismo que un anciano que ha nacido y vivido a ochocientos kilómetros al sur de mí, en un sitio que probablemente no conozco y que es posible que nunca vea. Sin embargo, esos mismos documentos con fotos y palabras que son cercos me cuentan que no soy lo mismo que un anciano que ha nacido y vivido a ochocientos kilómetros al norte de donde yo lo hice. Y me pregunté si el presunto viejo del sur sabría que, a veces, es lo mismo que yo y cuestioné, también, si ese hombre se tendría por algo parecido a mí si no hubiese muchos políticos, unos pocos papeles, algún empresario y un colegio que le hubiesen dicho que lo es. Al del norte lo dejé en paz: no valía la pena molestarlo con cuestiones idénticas a la inversa.
Fue mi última resignación.
Han pasado los días y sigo sin respuesta. Trato de no darle vueltas, de ignorar lo que no sé, pero soy incapaz. Por ese motivo escribo y comparto estas líneas y lanzo mis dudas al espacio sideral de Internet, para que alguien, seguro que más avispado que yo, me conteste: ¿por qué somos de donde somos?