
Jenaro Gajardo Vera no poseía ninguna cualidad para que su nombre fuese recordado después de su muerte. Era un chileno común, un abogado cualquiera, que de vez en cuando escribía versos de segunda, pintaba cuadros de tercera y miraba, como todos, al cielo con la boca abierta. No obstante, el 25 de septiembre de 1954 compuso un poema sin tinta que iba a convertirse, casi de inmediato, en una de las obras más importantes del siglo XX y, quizá, de la historia de la literatura universal: ese día, digo, se presentó ante el notario de su ciudad adoptiva (Talca) y, lo mismo que alguien que pide doscientos gramos de mortadela en el supermercado, declaró que era el dueño de la Luna. Le costó 42 pesos.
Solo para que conste: los jueces de la Academia Sueca jamás le concedieron el Premio Nobel. Al menos le quedó el consuelo de haber conocido a Pablo Neruda y de figurar entre los amigos de Salvador Allende.
El caso es que en 1954 la biografía de Jenaro no mostraba signos de que en el futuro fuese a recibir un mensaje del presidente de los Estados Unidos o a convertirse en un personaje de la cultura popular chilena, en casi un santo. Por esa época se ganaba la vida en juicios de pobres que le reportaban más trabajo que dinero. Un día intentó ingresar en el Club Social de Talca, pero le explicaron que para formar parte de él era necesario tener alguna propiedad. Fue entonces cuando el paupérrimo poeta, ese picapleitos sin un duro, ideó su obra maestra y conquistó, sin disparos ni naves espaciales, con los simples poderes de la voz y la palabra, los derechos sobre la Luna y un puesto en la historia.
El acta oficial dijo así:
«Jenaro Gajardo Vera, abogado, es dueño, desde antes del año 1857, uniendo su posesión a la de sus antecesores, del astro, satélite único de la Tierra, de un diámetro de 3.475.00 kilómetros, denominada LUNA, y cuyos deslindes por ser esferoidal son: Norte, Sur, Oriente y Poniente, espacio sideral. Fija su domicilio en calle 1 oriente 1270 y su estado civil es soltero. Jenaro Gajardo Vera. Carné 1.487.45-K. Ñuñoa. Talca, 25 de septiembre de 1954».
Jenaro entró en el Club de Talca y se hizo famoso. Años más tarde, aseguró que el acto no solo había sido una estratagema para ingresar en la institución, sino que también lo había concebido como una denuncia poética contra el capitalismo y que por ese motivo jamás haría negocio con el satélite. De eso, como se verá, ya se encargan otros.
A partir de entonces, la vida del abogado chileno se volvió mítica, con episodios apócrifos que elevan su existencia, al menos en la parcela del rigor, a la altura de la de algunos santos bíblicos. Uno de los más famosos es el del supuesto mensaje del presidente Richard Nixon, que en 1969 le pidió permiso para que los astronautas del Apolo XI pisasen la Luna. La respuesta de Jenaro fue la esperada: les daba autorización en nombre de «Jefferson, Washington y el gran poeta Walt Whitman».
Pero aunque aquél hombre ¿común? fue el primero en adueñarse del satélite, no ha sido el único. En 1966 un grupo de ciudadanos de Ohio reclamaron la propiedad de este para sí. Lo mismo hizo el empresario estadounidense Dennis Hope, que en la década de los ochenta se proclamó dueño de la Luna y otros astros. Desde entonces, ha estado vendiendo parcelas en “sus” propiedades galácticas, lo que le ha reportado millones de dólares y, según afirma, es, en la actualidad, su única fuente de ingresos. La gallega Ángeles Durán ha puesto el Sol a su nombre. Hace unos años lo troceó y lo sacó a venta en eBay; la plataforma retiró el anuncio.
Y puede que hiciese lo correcto. El Tratado del Espacio Ultraterrestre, firmado por más de 120 países y refrendado por la ONU, recoge que los objetos y territorios espaciales no pueden ser adquiridos por ninguna nación y su uso debe beneficiar a la humanidad entera. De lo que se desprende que alguien a título particular, al no ser un gobierno o un país, sí podría hacerse con estos astros, pero el usufructo privado solo podría venderse como un beneficio para todos los terrícolas con dificultad y mucha cara. La ley es ambigua y debe revisarse. Mientras tanto, algunos convierten las parcelas imaginarias del sistema solar en dinero real. Algo así sucede con las de la Tierra, que no eran de nadie, deberían ser de todos, y son, por ahora, de unos pocos. Pero ese es otro asunto.
Yo creo que la Luna no debería de tener dueño. Parece estúpido que ese trocito de tierra de mármol que flota en la nada y del que tantos poetas han sacado beneficio, al que tantos enamorados a distancia han mirado a la vez desde sus respectivas penas para sentirse reconfortados por un instante de sosiego, que ese terruño cósmico al que tantos tontos hemos intentado herir con pedradas terrestres y que sigue en su sitio, impávido y majestuoso, seguro de que su existencia es más importante que la nuestra y de que sin él la vida valdría menos la pena, pueda ser tasado y adquirido por un puñado avaricioso de necios planetarios.
Pero, en fin, el agua posee las mismas propiedades y también tiene propietario(s).
A medio camino entre los deseos de la ONU y los de Dennis Hope estaban los del poeta Jenaro Gajardo Vera, que murió en 1998 y escribió en su testamento el destino del satélite: «Dejo a mi pueblo la Luna, llena de amor por sus penas». Aunque es poco probable que la luna pertenezca a Chile, este último verso no es un mal final para la vida de un autor menor que, no obstante, compuso un poema tan magnífico que no rima por ninguna parte. Ojalá se me hubiese ocurrido terminar este texto con él.