
El 2020 está por todas partes y es un fastidio. Uno trata de quitárselo de encima, sacudiendo la chaqueta, arrastrando los zapatos, pero resulta inútil, siempre. Este año está tan disperso, ha copulado tanto con el tiempo, que ya no nos vamos a librar de él, nunca. Nos perseguirá sin remedio hasta que la muerte o la demencia vengan a buscarnos, a todos: a los que estamos vivos porque lo vivimos (o algo bastante parecido a ese verbo); a los que todavía no han nacido, porque lo tendrán que estudiar en los manuales de historia o soportarlo en los desvaríos de nuestras historietas de viejo cuando seamos ancianos; solo se librarán los muertos, que viven abonados al olvido y ya nadie se acuerda de ellos.
El caso es que hay tantos motivos en el mundo para recordar este año como personas existen en el planeta. Alguno dirá que no se podrá olvidar de él porque fue el espacio de tiempo en el que menos se emborrachó o en el que menos salió a la calle o en el que más se conoció a sí mismo; otro porque fue la época más solitaria de su vida; alguno, estoy seguro, lo maldecirá siempre que respire porque perdió a la persona que más le importaba (pero eso le sucede a muchos alguien cada día). Yo, por mi parte, jamás podré deshacerme del 2020 porque fue el año en el que me hice viejo. Todo el resto de cosas que me han sucedido en este tiempo, por suerte, carecen de importancia.
Empecé a ser consciente de ello sin saberlo, hace apenas unos meses, cuando regresé, por unas semanas, a casa de mis padres. Al principio todo iba bien, no notaba diferencias reseñables entre el día de mi nacimiento y el, por aquel entonces, presente. Pero a medida que pasaba el tiempo me notaba extraño de mí, vacilaba en mis creencias, discutía conmigo todo el rato, me hablaba como a un desconocido, con cierta condescendencia, incluso con algo de desprecio; en resumen: quería echarme fuera de aquí (y me estoy señalando). Ignoraba el porqué, a pesar de buscarlo por todas partes no supe definir la razón exacta, el verdadero motivo. Aunque no dejé de intentarlo.
El verano se acabó, me mudé, otra vez sin sentido, a otra ciudad; estuve una semana completamente solo (yo pensaba invertir todo ese tiempo en cosas productivas) y todo lo que hice fue malgastar los días en desnudar a la verdad. Cuando terminé, el diagnóstico salió fácil, sin ningún paliativo: me había hecho viejo.
Lo he notado en tantas cosas, llevaba tanto tiempo inmerso en ese proceso que aún no sé cómo no me di cuenta antes: hace años, ya son muchos, que mi abuelo murió y que superé un problema muy gordo, y desde entonces vivo mirando hacia atrás, caminando de espaldas para ver si encuentro lo que extraño y para vigilar que no me persiga lo que temo. Me martirizo más por los errores del pasado que por la incertidumbre del futuro. He querido mucho y mal y eso me duele más que la cuenta corriente del banco acercándose a la nada; me han querido mucho y bien y he sido un desagradecido, he escupido a quien mejor me ha tratado, y eso me molesta bastante más que vivir en el limbo del desconocimiento, ignorando siempre cuál será mi próximo paso, en dónde no estaré en dos años. Me he hecho viejo y lo sé, porque echo más de menos a mi familia que al que solía ser, porque ahora entiendo más a mi padre que al crío que fui y ya no quiero discutir con él; soy un viejo porque sopeso mucho más mis afectos, ya no los voy regalando, los guardo como si de verdad fuesen algo importante, y porque actúo mal con conocimiento de causa. Soy un viejo porque hace mucho tiempo que descubrí que vivir no es más que tratar de regresar al punto de partida, que uno nunca es tan feliz como cuando desconoce que lo está siendo y no hay nadie tan ignorante y feliz como lo fui yo a los tres años de edad, pescando con un cordel sin anzuelo en un estanque sin peces. La felicidad es no tener que trabajar para vivir, hacer siempre lo que uno desea y estar rodeado de quien uno quiere. La felicidad se parecía mucho a mi vida por entonces; ahora todo son simulacros.
Yo siempre creí que hacerse viejo era dejar de usar la Gazte-txartela, que te quiten el abono joven; de alguna forma todas esas ausencias futuras marcarían el principio del declive; pero el declive no tiene principio porque lo eterno ha empezado tan pronto que nadie estaba allí para verlo y, como todo el mundo sabe, lo que no se cuenta no existe.
Si tuviese que definir, a mis 24 años recién cumplidos, qué significa ser viejo lo tendría claro y utilizaría un compendio de sensaciones. El sexo, por ejemplo, ha dejado de ser algo mágico e idealizado para volverse una diversión habitual, un camino de ida y vuelta por el que siempre avanzamos pisando nuestras mismas huellas y cuya mayor sorpresa se produce con un cambio de pareja. Conocemos tanto a nuestros amigos que podemos terminar sus frases y las sobras de la comida del día anterior en su casa sin preguntar; pertenecemos a círculos creados alrededor de meta-bromas tan antiguas que muchas veces desconocemos de dónde salieron y que poseen una identidad tan fuerte que nadie fuera de nuestro grupo las entiende. Los viejos queremos parecer más jóvenes y es habitual que, en nuestro empeño, resultemos ridículos. No hay nada más de viejo que hacer botellón en casa, quedarse dormido antes de la medianoche, comprar el detergente para uno mismo, invitar a alguien en un restaurante, dar paseos en solitario o hablar con desconocidos (porque la vergüenza es patrimonio de la juventud). Trabajar es de viejos, y, por lo tanto, ganar un sueldo también lo es. Preocuparse por la salud de tus padres, pagar un alquiler, exigir que solo se fume en el balcón, reclamar un libro que prestaste hace años, estar más cerca de los treinta que de los diez, preguntar dónde se encuentra un producto al del supermercado, que te aburran las batallas de gallos, no tener toque de queda en la casa familiar, tachar los días del calendario, desnudar a otra persona, cuidar de alguien que no es tú, escuchar las canciones de tu adolescencia como himnos de otro tiempo; todo eso son cosas de viejo y yo ya las he hecho todas.
Cuando eres viejo la vida pasa cada vez más deprisa y te das cuenta de que nada perdura mucho rato y de que no existe el lugar al que podrás regresar siempre que quieras, cuando te sientas débil o tengas miedo, porque tus sitios también dejarán de serlo, tarde o temprano se extinguirán.
Viejo, viejo, viejo, viejo.
Por favor, no dejéis que ningún joven lea esto.
Creo que ser viejo es aburrido y que consiste en tener más experiencias que sueños. Que hay personas que ya pasan de los setenta y que tienen menos años que algunas de veinte es una verdad de Perogrullo y a mí no me queda otra que reafirmarla. Ahora que soy viejo y que ya toda mi vida voy a tener que serlo, me enfada no poder comportarme como tal, no querer echarme una novia en serio ni tener un trabajo fijo ni comprarme una casa u otorgar al futuro su importancia. Es un fastidio ser un viejo y vivir, a veces, como un crío, sin querer dejar de jugar. Es peor todavía no desear ser un viejo y estar obligado a ejercer como tal.
El 2020 se nos escapa entre los dedos, pero, cuando al fin se marche, todavía tendremos las manos manchadas con su rastro y no conseguiremos librarnos de él ni frotándolas con fuerza. Supongo que dado que ser viejo es un destino tan probable en la vida del ser humano como las caries o los granos, uno no debería sobresaltarse demasiado cuando esto le ocurre, pero nadie domina por completo el arte del conformismo. Se acabará el 2020 y empezará el año nuevo y todo seguirá de la misma forma: algunos continuaremos siendo ancianos sin arrugas; otros, arrastrando una anacrónica pena; muchos seguirán aquí porque no existe otra parte; todos tendremos alguna queja. El mundo gira y, cada 365 días, no pasa nada; no es algo nuevo, sino todo lo contrario.
¿Qué es, entonces?