Nacer en los noventa: una patología

Existe un grupo de niños que ya han dejado de serlo y que nacieron entre dos declives lo mismo que otros nacen entre dos piernas. Son (somos), los de los noventa, no una generación perdida, sino una bandada de pollos sin cabeza que hacen de puente entre el pasado de la modernidad y el futuro de los humanos; somos, y nada más, lo que une a los hipsters con los niños, el vacío que queda entre una comida y otra.

Se ha dicho tanto de esta gente: los de los noventa son chicos bien que han tenido que pasarlo mal por la coyuntura económica de desgracia doble que dio inicio al siglo nuestro este: el de la crisis del 08 y el de la pandemia. Los de los noventa somos personas sin trabajo que no quieren trabajar pero necesitan trabajar para tener trabajo y casa y comida y, algún día, un sitio con piscina o un par de botellas de vino en la despensa. Los de los noventa bien podríamos ser la humanidad entera, pero solo somos nosotros, unos tristes.

Dicen, los que saben y no tienen ni idea, que los de los noventa somos egocéntricos y simples, otra nueva generación más preparada de la historia que se malgasta y esas chorradas. Lo cierto, compañeros, es que los de los noventa somos gente sin identidad, perdida entre lo que nos contaron (prometieron) de pequeños y lo que nos está demostrando el futuro, que ya ha llegado para darnos unos guantazos en la cara. Vivimos, los de los noventa, en la duda permanente: no sabemos si somos los hijos de nuestros padres o los padres de nuestros hijos, como si las dos opciones fueran excluyentes o no se soportasen.

Las cosas así, uno puede separar a los miembros de este grupo en dos: los que desean una vida como las de antes y los que ya se saben de memoria, resignados, el lema adaptarse o morir, o algo así. Los primeros sueñan con la estabilidad que les juraron de críos y no les importa sacrificar algo de tiempo y juventud para conseguirla: son los responsables del aumento de las cuotas del funcionariado comunitario (lo mismo da médicos que policías o barrenderos) y su aspiración es tener la vida de sus padres y disfrutar de cierta legítima comodidad que el presente parece prohibirles.

Los otros, el resto, son los que dibujan el futuro con angustia, a base de fallos; lo ven tan negro que no han tenido más remedio que refugiarse en el programa neoliberal que dice que triunfar es no elegir, que el éxito es coleccionar experiencias y que cuantas más sensaciones distintas pruebe uno más contento estará. Estos prefieren vivir el presente, el disfrute inmediato, y piensan, confundidos, que ya mañana Dios dirá. Los que pertenecen a este grupo se aproximan más a las generaciones posteriores, no tanto por compartir sus ideales como por la envidia que les profesan por todo el tiempo que les queda por delante para disfrutar.

Uno sabe perfectamente a qué tipo de los dos pertenece, pero no va a decirlo, que para eso ya están la historia (hasta los mindudis tienen una) y los hechos, que a veces son madre e hijo y otras la misma cosa.

Aunque, de todos modos, lo cierto es, amigos, que lo mismo da adherirse a unos u otros. La triste realidad es que no importa a qué grupo pertenezca nadie; la dura verdad es, en efecto, que en ambos casos el final va a ser el mismo y no hay quien lo conozca.

Con todo esto lo que trato de decir es que lo único que saben los de los noventa (llamémonos los noventas) es que la vida  está llena de desgracias y que la única forma de triunfar en ella es sufrir lo menos posible. Salvar los muebles es el equivalente actual a una victoria militar para Napoleón o de crear una obra maestra para Cézanne. Ser un genio hoy (perteneciendo a los noventas) no es más que resistir con el peinado intacto, las lágrimas dentro de los ojos y las uñas bien pintadas mientras el edificio se viene abajo. No importa si el declive comienza en el pasado o en el futuro; solo sabemos que todo se cae.

Los de los noventa hemos entendido, entonces, que no existe nada superior que vaya a venir a salvarnos. Somos la primera generación (multitud de personas que comparten el número nueve dos veces) en comprender que es posible que el Estado nos deje tirados en el futuro o que simplemente no haya futuro. Quizá sea por eso por lo que algunos han vuelto al pasado (justo después de desechar la idea de Dios y la de la ciencia como deidad), saltando por encima de dos siglos de materialismo racional, y han comenzado a creer en los designios de los astros, las cartas y los horóscopos con mucha vehemencia, logrando encontrar algo externo a ellos en lo que depositar su angustia por la incertidumbre. Puede que el mismo motivo haya conseguido que ahora los noventas confíen más en el psicólogo que en nadie y hayan convertido las redes sociales en una especie de consulta global en la que compartir sus penas.

(Lo cierto es que seguro nadie sabe nada. Nadie puede saber nada seguro.)

Yo tampoco sé a dónde vamos a llegar, ni siquiera sé si quiero saberlo. Tengo, como todos nosotros, muchas dudas y pocas certezas, pero estas últimas son férreas y algo tristes. Una de ellas es que los nacidos en los noventa estamos enfermos sin culpa de nosotros mismos, y que esa es una patología que no se puede curar ni aun trabajando para la administración pública: los funcionarios todavía no poseen el poder de remediarse a sí mismos y sus amigos tenemos miedo de decírselo: las multas de tráfico no se pagan con limosnas de realidad.

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