
Coágulos de libertad desparramados por las paredes de arquitecturas que oscilan entre lo soviético y el neoclásico. Pintadas que corean la libertad antes de que las propias voces lo hagan. De ahí venimos todos. De ahí venimos todos ya: la universidad estatal, tan callada a veces, la muy maltratada siempre universidad de los pobres. La única manera que conocemos de alargar el tiempo que nos queda para volvernos adultos o empleados públicos, la universidad: una pérdida de horas de la que solo somos conscientes más tarde, a toro pasado, cuando la vida ya importa un poco menos.
Aunque antes no era así, claro. Ya lo sabemos. Las universidades eran, sobre todo, casas de ricos a secas y de pobres con suerte o con tendencia al milagro. La universidad tenía como una reminiscencia exclusiva, cierto brillo de clase alta y de éxito en sus cimientos. Para las primeras generaciones de la mitad del siglo XX para atrás se trataba de una forma de medrar que les estaba vedada; para las generaciones siguientes fue una posibilidad costosa por la que optaron los que se quedaron deslumbrados por las leyendas de antaño y a la que otros renunciaron para pasarse al dinero rápido, que no era cosa fácil, la pasta imposible de hacer con la lentitud de los estudios superiores. Para los jóvenes de ahora, sin embargo, se ha vuelto pura rutina, otro paso más en el camino para convertirse en alguien, lo mismo que lavarse los dientes después de comer o renovar el carné de identidad cuando caduca.
Creo pertinente decirlo de una vez: ir a la universidad es fácil, tan sencillo que ahora lo raro es no hacerlo. (Lo valiente hoy es no matricularse en una y a mí, personalmente, me alegra que esa valentía se vea recompensada muchas veces con un acceso ¿inmediato? más rápido al mundo laboral, algo habitual en sistemas basados en la enseñanza práctica, como la Formación Profesional.)
Pero no me refiero solo a la facilidad para entrar a la universidad, no. El nivel de exigencia en ella también es bastante bajo; hasta tal punto que ahora puedes, por poner un ejemplo, adquirir el título de sociólogo (disciplina basada en y enriquecida con multitud de obras fundamentales) leyendo cuatro libros y viendo un par de películas. No quiero decir que baste con hacer eso para convertirse en un sociólogo de verdad, por supuesto; quiero decir que es lo que exigen en el grado a parte de aprobar todos los créditos necesarios y, a veces, asistir a clase.
Para terminar una carrera hoy, entonces, basta con poseer un poco de perseverancia y una fuerte (aunque pasiva) capacidad para soportar el hastío. El resto, una vez más, es cuestión de tiempo.
Luego está el asunto del futuro laboral, claro. En este caso la universidad es una cocinera despistada que solo sabe preparar un plato y da la casualidad de que ese es el único plato que es incapaz de cocinar bien. Me explico: hace mucho tiempo que la universidad dejó de formar a personas para dedicarse exclusivamente a transformar individuos en trabajadores. Atrás queda el mito de esta institución como lugar en el que confrontar ideas, expandir la capacidad crítica y, en definitiva, enriquecer la vida interior de los alumnos. Ahora todos los grados están centrados en intentar (repito: intentar) convertir a jóvenes dispersos en sujetos productivos, en volverlos algo comestible para el insaciable sistema de mercado, en cambiar, en definitiva, a chavales por mano de obra. De ahí que la exigencia en la aulas sea baja: el sistema productivo necesita mandos intermedios lo más rápido posible para cubrir puestos que demandan un título específico, personas con una menor capacidad crítica y menos nociones que los altos cargos, no vaya a ser que les quiten el puesto.
Podríamos llamar a esta generación de graduados los universitarios prêt-à-porter.
Lo que sucede es que cuando el alumno llega al mundo laboral, en la organización a la que va a parar, le explican que casi todo lo que ha aprendido antes es mentira o está mal dicho o ya no sirve para nada y que tiene que empezar otra vez desde el principio y adaptarse a los estándares de la compañía/institución/etc. Transformarse en un trabajador significa simplemente, en ocasiones, descubrir que no sabes nada.
La guinda a todo esto la pone una competencia feroz por los puestos de trabajo. La bendita democratización de la enseñanza universitaria trajo consigo un problema inesperado: hay demasiadas personas con alta formación para los puestos de trabajo que el mundo es capaz de ofrecer. De ahí viene muchas veces la frustración de los jóvenes, que crecieron escuchando el mantra de estudia mucho, hija, y aprende idiomas e irás a la universidad y tendrás un buen empleo y una vida estable y no necesitarás partirte el lomo como tus padres para sortear las facturas a final de mes. A quién no le suena. Lo que sucede es que éramos muchísimos los que convivíamos con ese agradable hilo musical y somos muchos los que nos lo creímos e hicimos lo que decía. ¿Qué ha sucedido? Que el mañana ya es ahora y nos hemos juntado una gran multitud a sus puertas, deseando entrar en él blandiendo nuestro título en la mano como si fuese un pasaporte, casi todos con una carrera y algún idioma más en la lengua que el que nos tocó al nacer, algunos con dos masters o incluso un doctorado y una carta de recomendación. Somos tantos que no hay sitio para todos y para introducirnos en el hoy en una buena posición muchas veces resulta necesario pisar la cabeza del que va detrás. En la mayoría de los casos la única forma que queda para sobrevivir ahí dentro es currar en un call center o limpiar mesas en el bar de la esquina; nada malo ni poco decoroso, pero sí desmotivador para el que no tiene eso entre una de las pasiones de su vida.
Queda claro, entonces, que el mundo no nos debe nada y que cada esfuerzo que hacemos es una ofrenda al vacío. A muchos les vendrá bien esta constatación para perder por el camino un poco de soberbia y de humos, para agachar la cabeza y mirar a los otros a los ojos. Lo dijo muy bien Tote King: «La universidad es mentira, no se ofendan, lo he visto por dentro: más falso que el teletienda».
Pero no nos desanimemos. A pesar de todo siempre quedará, entre los despojos de los power points, algún profesor transcendental que nos cambie la vida. He de confesar que alguno de ellos ya salvó la mía.