Dame dos personas, un supermercado y un banco del parque y te escribo una tragedia o una columna, lo mismo da. La cosa empezó así: a punto de pagar en la cola del súper fui testigo de la bronca que le estaba echando un tipo a la cajera de al lado porque iba muy lenta o porque le había cobrado mal o le había dado mal las vueltas, no sé. El hombre estaba algo exaltado y sus formas, más que maleducadas, eran las de un cerdo. Durante todo el rato que duró el arranque de indignación del señor, la empleada, limitada por el pequeño hueco de la caja registradora, mantuvo la calma, las palabras suaves y hasta una media sonrisa en la cara que sus ojos no tardaron en desmentir. Por fin el hombre abandonó el local y ella quedó allí, impertérrita, siguiendo a lo suyo como si no le costase respirar.
Pasaron unos días y crucé de nuevo, caminando, por delante de la puerta del súper, donde el ayuntamiento ha puesto unos bancos que los trabajadores utilizan en sus descansos para comer, fumar y usar el móvil. Justo en ese momento la cajera de la bronca estaba allí sentada y vestida con el uniforme de la empresa lanzando insultos y maldiciones, muchos tacos, a un teléfono enfadado que respondía tan fuerte que hasta yo captaba lo que decía. Por lo que entendí, el asunto en cuestión no iba a resolverse pronto. Dos horas después entré al súper a hacer unas compras y la cajera me atendió sonriendo, amable, casi maternal. En aquél momento algo en mi cabeza se desprendió de su sitio. Acababa de perder un trocito de mi lógica.
Las personas avanzamos por la vida como un toro: embistiendo a los estímulos externos con toda la fuerza de la lógica que nos han enseñado. La lógica, muchas veces, es lo mismo que un prejuicio; en otras ocasiones se trata de un conjunto de ideas que otros han pensado por nosotros mucho antes de que naciésemos y que tenemos en la cabeza sin cuestionárnoslas demasiado, como una aplicación predeterminada en el móvil nuevo que nos acabamos de comprar.
La lógica, entonces, es ese mecanismo interno que nos asegura que una silla solo es una silla y el único uso que se le puede dar es el de sentarse encima de ella. Pensamos así hasta que se rompe la seguridad de la rutina, el aburrimiento constante de estar a salvo. Cuando la vida sin entusiasmos deja paso al miedo o a la ilusión porque alguien ha entrado en nuestra casa para robarnos o matarnos o necesitamos coger de la parte más alta del aparador el colchón hinchable que el buen amigo que viene a visitarnos a casa necesita para dormir, descubrimos que nuestra silla también puede servir para romperse en la cabeza de la persona que quiere dañarnos o para elevarnos por encima de las alturas de la ilusión, que debe de estar escondida en el rincón más alto de nuestra estantería, y ayudarnos a coger lo que necesitamos del último estante.
Todos aceptamos la dictadura de la lógica, que es lo mismo que arrebatarle a la existencia su poesía. Pensar como lo hacemos es igual que dar una vuelta por nuestro barrio de siempre: las calles por las que hemos paseado tantas veces han perdido la capacidad de sorprendernos; el majestuoso árbol torcido y repleto de colores y formas de la acera de enfrente ha pasado a ser otro miembro sin vida del mobiliario urbano, algo que no nos interpela. Pensar por inercia es ver una construcción natural de madera donde podríamos observar el refugio de decenas de pájaros, una fábrica natural de oxígeno o el motivo para un cuadro. Pensar por inercia es ver un árbol donde hay una metáfora.
Cosa parecida ocurre en lo relativo al trabajo. Hemos interiorizado que modificar nuestro comportamiento y reprimir nuestros deseos a cambio de un sueldo es algo (-lo) normal. Nadie cuestiona ya que sonreír al cliente que nos habla con asco o nos desprecia en nuestro horario laboral sea lo correcto. Lo mismo sucede cuando el que lo hace es nuestro jefe: asentimos, decimos que sí a todo, porque si no lo hiciésemos nos podría despedir; cuando la realidad es que, si nuestro jefe o el cliente, fuesen una persona cualquiera que deambulara por la calle y nos tratase de esa forma, le responderíamos con enfado, rabia, palabras feas. Pero no: contestamos a la bofetada con caricias; aguantamos el escupitajo del de enfrente con una amplia sonrisa en nuestra boca manchada.
Y el problema no es tanto que nos echen, no, en realidad a la mayoría no nos importaría dejar de trabajar; el problema es que, si eso ocurre, a ver cómo hacemos para (sobre)vivir (no solo nosotros mismos, también nuestra familia). Hemos llegado todos, entonces, al acuerdo de renunciar a lo que somos (-queremos hacer) por dinero. Quién puede quejarse. Qué otra forma de hacer podría haber.
La lógica de la servidumbre en el trabajo está tan interiorizada en la gente, que muchos empleados no dudan en tomar drogas en horario laboral para rendir más y mejor (y no, no me refiero solo a los antidisturbios). A veces, las cargas, el ritmo, las horas laborales son tan exigentes que hay quien se ve obligado a gastar su propio dinero y la misma salud en estas sustancias para cumplir las peticiones (deseos) de sus superiores. Esto es el equivalente de un pintor al que su jefe obliga a comprar su mono de trabajo para no manchar su ropa y la mascarilla que necesita para no verse afectado por los efluvios tóxicos del material con el que trabaja con su propio sueldo.
Incluso yo mismo, que hace tiempo que me percaté de todo esto, me he visto obligado a hacer cosas, que de otra manera en la vida habría hecho, por conservar un trabajo. La última vez fue a principios de año, cuando el temporal Filomena dejó a Madrid inundada en la nieve. Las carreteras estaban colapsadas y el aeropuerto cerrado. Yo había ido a Bilbao a pasar las vacaciones de Navidad y tenía que volver a la capital para reincorporarme a mi puesto de trabajo. No dudé ni por un momento que lo lógico era coger el primer bus que consiguiese salir hacia Madrid y dejar la seguridad de las aceras secas de mi ciudad para arriesgarme a resbalar sobre la nieve y el hielo de allí durante varios días en mis travesías para llegar hasta la oficina. A nadie le sorprendió demasiado.
¿Habría dejado en cualquier otra circunstancia un lugar sin complicaciones ni tormentas por otro que yace bajo la amenaza de una alerta roja? Yo creo que no, siempre he sido un cobarde. Y, sin embargo, lo hice.
Uno nace y después se muere, todo lo que queda entre medias es el vivir. Una gran cantidad de personas pasamos la mayor parte de ese tiempo haciendo algo que no nos apetece hacer, o sea: trabajando, y vemos lógico que así sea. La vida es un suspiro y justificamos sin esfuerzo el malgastarla en cosas que ni nos van ni nos vienen para poder vivirla (y, mientras lo hacemos, la vamos perdiendo).
Seguramente, en un futuro lejano, la civilización haya avanzado tanto como para ver nuestra forma de vivir como algo prehistórico, lo mismo que nos sucede a nosotros al mirar atrás y compararnos con, por poner un ejemplo, las personas de la Edad Media, que se pasaban la vida, la única, recuerden, entre sufrimientos para llegar, después de la muerte, a un supuesto paraíso de religión. Esa gente vivió, sin remedio y sin percatarse de ello, sufriendo su única oportunidad en el mundo. Ya no hay salida para ellos. Es probable que los habitantes de la Tierra (si es que eso existe por entonces) en el año 2300 nos estudien como seres extraños que no aprovechaban el poco tiempo que tenían en lo que de verdad vale la pena, o sea: la alegría, las aficiones que nos mueven, el cariño de los nuestros.
Mientras eso no llega, tanto la cajera del supermercado como yo seguiremos sonriendo por trabajo, o sea, por dinero. A ver quién puede culparnos.