
Tanta gente junta que el aire, que todo lo encuentra, casi no hallaba hueco para pasar entre sus cuerpos a rayas. Colores, borracheras y abrazos alegres (ah, la vida; ah, por fin); una ilusión de alcoholes y camisetas fabricadas en serie para humanos que marchan sin saberlo a la decepción como quien se dirige a un banquete. Aquello fue Bilbao antes de ser una mierda; aquello fue Donosti antes de ser una fiesta. Aquello fue posible gracias a la existencia del día 3 del mes abril del año 2021. Aquello ya a casi nadie le importa.
Dos semanas después, vamos: ayer, las escenas se repitieron (con menos afluencia y más policía) otra vez en Bilbao, esta vez en Barcelona; como siempre en Sevilla. La segunda final de la Copa del Rey en catorce días (no es justo que en un solo mes de abril quepa tanto entusiasmo, qué celoso ha de estar marzo, con lo poco que pinta en el calendario). Ganaron unos, perdieron los otros. Lo esperado. Una alegría no inmensa para los que tienen la victoria como hábito; una decepción no tan grande para los que están acostumbrados al fracaso, que bordearon el llanto por un tiempo, pero poco más.
Y eso es todo, aunque no sea mucho. Qué le vamos a hacer.
En estos casos, uno, al que el fútbol patrio le interesa lo mismo que la liga guatemalteca de senderismo, no puede evitar verse arrastrado, con cierta complacencia, a la ilusión del resto y no tarda en sucumbir, rodeado de muy buenas malas compañías, al nerviosismo general. Toca admitir: uno acaba disfrutando, por un rato, de todo ese folclore deportivo que nunca va con él.
Pero hasta ahí.
El viaje a la diversión del fútbol termina antes de que lo haga el partido y llega un momento en el que uno está más pendiente de lo que tiene en el vaso de cerveza que de lo que sucede en la pantalla de la televisión. Ese es el punto exacto en el que uno se para observar a sus amigos, que andan todos con la mirada perdida allá, lejos, en un estadio que por lo que uno sabe podría estar tanto en Sevilla como en la luna, y se siente un poco extranjero en la amistad, raro entre los suyos, ajeno a la alegría.
Y cómo no va a sentirse así, si el fútbol más que un deporte es un antídoto pasajero contra la soledad. Para comprobarlo basta con pasear por los alrededores de un estadio poco antes de un partido u observar a los forofos cuando su equipo marca un gol: ese jubilo de abrazos a completos desconocidos, de vasos por el aire y líquido derramado; esas voces sin talento que corean los mismos cánticos en bocas de personas tan distintas, si no son la rara comunión de las mentes, se le parecen mucho. Y es que el fútbol otorga a sus seguidores los dos elementos indispensables para crear vínculos fuertes entre individuos sin relación alguna o incluso entre individuos opuestos, a saber: un mismo objetivo que alcanzar y un enemigo común.
Eso sí: en cuanto termina el espectáculo, se acaba la ilusión.
Sabiendo todo esto, el ajeno al fútbol siente cierta envidia los días de partido porque se ve incapaz de penetrar en esa hermandad; le gustaría saber que existe el jovencísimo jugador ucraniano de nombre imposible que acaba de fichar el Madrid o conocer a ese locutor de radio que tan mal narra los encuentros y que sus amigos no soportan. Le gustaría, en realidad, ser capaz de pertenecer a algo. Lo que pasa es que le es imposible.
No obstante, hay una ventaja que el tipo que no ha sido invitado a la fiesta del fútbol posee sobre el resto, y es que este puede estudiar el asunto desde fuera, es decir: sin sentimientos. Y lo que ve es fascinante.
Son tantas las personas que sufren por un momento la derrota de los suyos… No se hacen una idea: lloran, se mimetizan en abrazos tristes con el de al lado y proyectan la impresión de que, más que una copa, lo que han perdido es un ser querido. Son los mismos que en la victoria actúan como si les hubiese tocado la lotería, como si ellos hubiesen ganado algo de veras. Y, claro, para el que no comparte sus sentimientos, la escena resulta banal, un espectáculo algo grotesco.
Aunque lo cierto es que todo esto estaría muy bien si no fuese por un detalle que no ha aparecido hasta ahora: ganar o perder no importa en absoluto. La victoria es efímera y la derrota también lo es. Lo que hoy parece algo trascendental dentro de unos días no será más que un recuerdo feliz o un pasado triste. Nadie lleva en la memoria quién ganó la Champions en el año 1973 ni quién fue el mejor jugador en la temporada 64/65. Las lágrimas de los forofos de la selección que perdió la final del mundial de 1994 les parecerían hoy, a sus dueños, gotas de agua malgastadas. Si algo enseña el fútbol es que el triunfo es una ilusión y que no interesa demasiado lo bien que hagas algo, tarde o temprano caerá en el olvido. El ejemplo más claro es el trofeo que levantó hace dos semanas la Real Sociedad: desde ayer ya pertenece a otro. La gloria dura catorce días.
El fútbol sirve, entonces, para reflejar la esencia de la existencia humana. El que acaba de ganar ya ha empezado a perder. La meta de todo ser vivo es el olvido y lo único que hacemos cuando creemos triunfar es engañarnos. El premio Nobel, salir en un anuncio de Coca-Cola o componer la canción del verano no sirve para nada, pues no existe cosa que perdure.
Claro que, a pesar de todo, hay que seguir hacia adelante, no queda otra opción, y para ello tenemos que continuar haciéndonos trampa a nosotros mismos, susurrándonos que de verdad vale la pena celebrar el próximo gol.