
David Beriain. Roberto Fraile. Dos hombres muertos. Burkina Faso: un país que por fin aparece en nuestros mapas, por unos días. Cuerpos repatriados y ataúdes que dudan sin parar, como dos barcazas en medio de una tormenta, sobre los hombros de unos cuantos militares serios. Los honores de un trabajo que no es el suyo; las lágrimas, la tierra, los discursos, las palabras, el final. Perdieron la oportunidad de seguir. Ganaron una semana de aplausos para nadie, algún hueco en algún libro que todavía no se ha escrito y un par de meses de ventaja sobre el olvido. Lo perdieron todo para no ganar casi nada. Supongo que eso es un héroe, algo que se parece a un mártir, pero con mejor prensa. Factura final: derrota.
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Muchos alumnos se inscriben en el grado de periodismo sin saber muy bien por qué; a otros los impulsa el deseo de acabar gestionando las redes sociales de alguna empresa o institución; unos cuantos lo hacen para ser profesores en un instituto y un montón para que el camino que lleva al funcionariado parezca más corto. Luego, al final de todos, como un puñado de excepción, están los que se meten porque quieren ser periodistas en serio: estos son los más raros y, desde luego, los más tontos.
Desde que la carrera empieza, los profesores te lo advierten: de las cien personas que están sentadas en el aula, solo, siendo optimistas, cinco o seis trabajarán en una redacción. El resto, a triunfar. Y todavía hay diez o quince que continúan con la idea de convertirse en periodistas. A esos se les distingue fácil porque conservan cierta brillante ilusión en los ojos cuando se les habla del oficio y porque son el blanco de las inteligentes miradas del resto de la clase que, donde otros ven sueños y determinación, observan a unos niños encerrados en cuerpos de adultos jóvenes; algo digno de ternura y de pena a lo que no hay que darle demasiada importancia.
Cuando la universidad se termina, las profecías se cumplen. Los que han optado por el camino contrario al del periodismo tardan menos en volverse gente de bien, o sea: empiezan a ganar dinero más pronto. Los demás pierden los últimos años de su juventud en másteres en los que no les enseñan nada nuevo (en los que básicamente se paga por trabajar) y en largos periodos de prácticas en los que es difícil acabar con un contrato más o menos estable.
Cuando lleguen al final de esta etapa, los ya no tan jóvenes periodistas entenderán que un empleo sin tiempo para un horario fijo ni espacio para la creatividad, con muy poco rédito social y en el que nunca se está cerca de cambiar el mundo ni por chiripa, no merece tantos desvelos y privaciones. Cuando lleguen al final de esta etapa los ya no tan jóvenes periodistas mirarán alrededor, a sus amistades, si es que todavía les queda alguna que no se dedique a lo mismo que ellos, y verán a sus viejos amigos con la vida encaminada sin haber sufrido tanto, habiéndoselo pasado realmente bien todos esos años y descubrirán, un poco tarde,que de verdad es posible librar los fines de semana.
Aunque llegados a este punto todavía se pueden crear subgrupos, no se crean. Dejémoslo en dos: los que espabilan en hora y, algo desanimados pero con el gesto feliz de quien se ha librado a tiempo de morir en el suicidio colectivo de una secta, renuncian a la profesión y encuentran la salvación en la comodidad de la administración pública o la traición de los gabinetes de prensa; y los que no escarmientan y deciden morir en el absurdo intento de cumplir sus sueños. Estos últimos van sobreviviendo en sus precarios puestos de redacción, conseguidos gracias a algún enchufe o contacto o (en alguna ocasión) a su talento propio, como pueden, resignados a las viviendas de alquiler, la ausencia en las fotos de las bodas, bautizos y comuniones de sus familiares y amigos y, obviamente, a dejar de comer de vez en cuando para poder pagar la cuota de autónomo que le otorga al comunicador freelance el derecho a existir.
Pero una cosa es ser un desgraciado y otra ser un miserable y, como siempre sucede, hasta en la pobreza hay clases.
Dentro de las secciones de los periódicos, las radios y las televisiones, algunas tienen más prestigio que otras. Irónicamente, la más distinguida es en la única que no es necesario haber estudiado periodismo (si es que en alguna resulta necesario haberlo hecho) para figurar en ella: la sección de Opinión, en la que basta con ser un escritor, un intelectual o simplemente famoso en Twitter para que te den un espacio para lucir tus ideas como si fuesen tus músculos y lograr, de vez en cuando, convertirte en tendencia en las redes sociales o en protagonista de alguna polémica que te de más seguidores que te den más trabajo que te de más dinero.
Después de Opinión, vienen las secciones de Internacional en los países ricos, Política, Nacional… y así hasta llegar a los últimos puestos de la importancia, a los temas que no le interesan a nadie más que al que los escribe y si eso. Entre ellos están Cultura, subsección literaria, que ocupa el lugar inmediatamente posterior a las noticias sobre videos virales de gatitos y bebés que ríen y, por supuesto, la sección de Internacional en los países pobres que, con los años, se ha ganado el derecho a figurar en la última posición de este ranking triste.
Hay que ser un auténtico necio o una grandísima persona para dedicarse al periodismo en las regiones más duras de África, Oriente Medio y Sudamérica. De verdad se lo digo: si conocen a alguien que esté planeando irse como reportero a alguno de estos lugares, deténganlo, espósenlo a la cama o llamen al médico: probablemente esté loco. Hay que estar muy mal de la cabeza para querer arriesgar la vida contando algo que sucede en un sitio que casi nadie conoce, en el que pasa algo que a casi nadie le importa y queriendo hacer un trabajo por el que casi nadie está dispuesto a pagar y por el que nadie, en serio: nadie, más allá de tu familia y amigos, te va a dar las gracias. Hay que estar totalmente enfermo de la cabeza para jugarse la existencia propia narrando la vida y la muerte de los miserables del mundo, sus guerras y sus anhelos, la injusticia y la verdad. Hay que ser un auténtico necio o una gran persona, amar de una manera enfermiza a la humanidad, creer de veras en algo o estar muy seguro del bien, para morir por nada, para ofrecer tu vida al azar en sacrificio personal en vez de quedarte tranquilo al calor de tu hogar esperando la suave muerte de la vejez.
Supongo que Roberto Fraile y David Beriain, a los que, por supuesto, no conocía, estaban locos y no concebían otra tranquilidad que la de su conciencia. Ninguno de los dos llegaba a los cincuenta, pero ya habían vivido unas cuantas vidas, de guerra en guerra, entre las víctimas y sus verdugos, lo que no disminuye ni un ápice el horror por su muerte. Yo, por supuesto, no los conocía, pero estoy seguro de que estaban algo grillados y, esto solo es una teoría, creo que, a parte de dos periodistas monumentales, eran dos buenas personas.