Retrato IV: El urbanita

¿A dónde van los coches cuando se mueren; dónde mueren los automóviles que se portan mal? Había una calle y estaba el sol; el camión pasó a mi lado sin importancia. Más que un enorme elefante de metal, era(n) dos. Llevaba, dentro, encima de sí, un vehículo de muertos sin mascarilla que se sostenía en caída con las uñas de sus neumáticos, a punto de sucumbir al empujón de la gravedad. Habría delinquido, el coche de la funeraria, o estaba enfermo, quién puede saberlo. Ambos se alejaron sin prisa, como dos enamorados legítimos.

¿Cuál sería su destino: el deposito de coches mal aparcados o el desguace?

La imagen se marchó, pero se me quedó la duda dentro. Cómo es posible que ignore si esos grandes camiones capaces de transportar seis o siete vehículos a la vez son buenos o malos, si son ambulancias para coches o coches patrulla; si sirven para curar o para la multa. Todavía ando en ello.

Más tarde, en casa, apreté sin fe un interruptor cualquiera y se hizo la luz en mi cocina; abrí la nevera y encontré leche de vaca ordeñada de la ubre al cartón, una familia de tomates dentro de su perfecta casita de plástico y el cadáver de un pollo crudo y amarillo al que resultaba imposible imaginar correteando por el campo.

Por la noche, frente al espejo del baño, fregué mis dientes con fuerza y una pasta blanca, ácida y espumosa, en la que solo reconocí el sabor de la duda. Mientras lo hacía, mi mano descansaba sobre la ¿porcelana? que rodea al grifo de mano, que es fría y lisa y, dicen, está cincelada con partículas invisibles, los átomos, cuyo recuerdo me llevó de vuelta al instituto, donde un profesor de química nos llamaba a todos burros por ser incapaces de entender esa parte de la ciencia que Aristóteles, más de dos mil años antes de la invención del smartphone, ya dominaba.

Por último, examiné la lista de ingredientes que figuraban en el tubo dentífrico y tuve la certeza de que el latín se me había olvidado. Fue la última pista: me había convertido en un urbanita.

El urbanita no es muy distinto del analfabeto: solo sabe lo que no le es ajeno; el urbanita es un pragmático, un tonto, un loco. El urbanita solo conoce lo que le sirve y ha estudiado cómo ignorar lo importante, la supervivencia. Rodeado de construcciones de otros, el urbanita vive en lo más alto de la humanidad porque es ahí donde lo dejó el pasado, que fue construido por los muertos, para que naciese. (El lugar donde uno nace es cuestión de suerte, nunca de mérito.)

Yo soy un urbanita total, un despojo. Si de repente internet se evaporase y la civilización sucumbiera al atraso, si por un casual la industria agrícola y la textil, el sector de la construcción y los medios de comunicación no existiesen, yo sería prácticamente el último espécimen de la cadena alimenticia del planeta. De qué me sirve conocer los entresijos de Twitter si no sé cómo hacer para que crezca un manzano; para qué quiero dominar el ejercicio de las letras si ignoro la fórmula para conseguir agua potable.

El urbanita es una especie endogámica que solo sirve para sí mismo; un ser prácticamente inútil para el resto de la especie. El urbanita trabaja, generalmente, en el sector servicios y, aun siendo un ciudadano del año 2021, si volviese al pasado, pongamos al siglo XVI, sería incapaz de lograr que la humanidad avanzase un ápice, e incluso tendría serios problemas para sobrevivir. Los urbanitas no sabemos criar vacas ni cómo se hacen las cuchillas de afeitar, ignoramos cómo construir una casa y cuando queremos dormir en el monte llevamos tiendas de campaña que se montan solas. Casi ningún urbanita sabría argumentar por qué la Tierra gira alrededor del Sol, simplemente lo sabe. Los urbanitas hacemos cosas que no sirven para nada. Los urbanitas, sin las construcciones, la ficción de la ciudad, solo seríamos muertos.

Yo me comparo con mis padres, con mis abuelos, que poseen muchos menos estudios que yo y siento que ellos no tendrían estos problemas. Son personas que trabajan con las manos, que construyen cosas que son ciertas. No han aprendido a manejarse rápido en un teclado de ordenador y desconocen el inglés, pero saben cultivar patatas y cómo funciona la electricidad de nuestras casas. Yo, sin embargo, he llegado a sumergir una tostadora en agua caliente para limpiarla mejor.

De vez en cuando me da por imaginarme a mis compañeros de realidad en una época anterior, y veo a un tipo trajeado discutiendo con algunos miembros de la Inquisición sobre la oportunidad que supone para ellos poder invertir en bitcoin cuatrocientos años antes de que se inventen las criptomonedas; o a una chica vestida de gótica intentando convencer a unos revolucionarios franceses de lo modernos que serán cuando compren una camiseta con la cara de Robespierre dibujada por ella misma. Y yo me sonrojo y pienso que qué sería de nosotros sin nosotros mismos, sin esta falsa abundancia de productos hechos de nada que nos hemos inventado para no caer en la pena, para justificar que estemos vivos.

La civilización ha avanzado tanto que nos hemos quedado atrás. Los urbanitas no podemos perdernos (llevamos las coordenadas del mundo entero en el bolsillo), pero somos seres perdidos: ignoramos de dónde venimos y nos da igual hacia dónde ir, con tal de que sea un sitio con fibra óptica y Netflix. Yo no sé si quiero saber cuál es nuestro final, pero me lo imagino parecido al principio.

Supongo que en eso consiste el progreso: en haber llegado tan lejos que ya solo se pueda volver a empezar.

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