Boca libre

Ya está otra vez la historia avanzándonos. La historia, que, como un crío, no se deja de mover, vuelve a empujarnos para que no encontremos descanso; lo único que hace falta para aprender algo es estarse quieto. Algunos dirán que la historia es la ausencia de aburrimiento. Yo digo que la historia lo es todo y, más que todo, el último año y medio, que le ha regalado a los periódicos un suceso legendario para cada día de la semana y a todos los demás las ganas de olvidar lo que estamos haciendo. La tarea del historiador es recordar lo que nadie quiere saber.

El último acontecimiento histórico es el fin de las mascarillas en espacios abiertos y ya vislumbro la enésima fiesta nacional en su honor. Lo único bueno de las pandemias es que cada pequeña victoria se celebra como un nacimiento, como si hoy librásemos en el trabajo. Cada pequeño avance es un nuevo fin de semana, una excusa para no sufrir al día siguiente.

Resulta extraño asistir a la solución de un problema grave. Normalmente, lo único que se puede hacer contra las grandes catástrofes es ser derrotado. Me preocupa que la humanidad, esa especie tan acostumbrada al fracaso, normalice el vencer y olvide de dónde viene, que es casi como no recordar lo que se es. Por todo esto, yo le recomiendo al Gobierno que dosifique las buenas noticias, no vaya a ser que la cabeza se nos pire, como en el 92, cuando los españoles creyeron que eran los campeones mundiales de todo y cuatro años después eligieron a Aznar como presidente. Solo hay una cosa peor que perder, y es ganar demasiado.

Aunque lo más triste no es que celebremos, sino lo que celebramos. La pandemia es una fábrica de conservadores y su mayor mérito es hacer de lo común una gran gesta. Nadie está tan feliz por la reducción de la jornada laboral o por la subida del salario mínimo como por volver a caminar por la calle con la cara descubierta. Festejar el final de la mascarilla es festejar el 2019, el derecho a beber agua, un objetivo que los neandertales no perseguían porque ya lo habían conseguido.

Por lo demás, estamos satisfechos con el regreso paulatino de nuestras bocas. Sentimos algo parecido a lo que experimenta un caballo cuando se desprende de su silla de montar, cierta sensación de volver a ser nosotros mismos y el tenue rastro de algo que va desapareciendo sobre nuestra piel sin lencería. Se marcha la mascarilla y los bolsillos y las orejas descansan, repletos de céntimos y rectitud. Hay una secreta economía en pasear con el rostro desnudo que solo el pobre y el despistado comprenden.

Pero no todo lo que trae el fin de la mascarilla es positivo, claro. Con el retorno de las bocas, también vuelven los problemas que estas traían consigo. Nos quitamos esa breve construcción de tela y con ella se derrumba el imperio de nuestras intenciones en la primera cita; ahora ya no hay excusas: hemos venido a jugar, y la vergüenza por recibir una cobra en un portal vuelve a ser una muerte legítima. Vayan con cuidado.

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