
Al principio yo no pude precisar si era el poeta o si no lo era, si era una reliquia con patas extraviada en el metro de Madrid o un simple viejo perdido en el mundo de Madrid, perdido en el mundo, en Madrid, que es un mundo como cualquier otro. Lo primero que me llamó la atención de él no fue que no tuviese el Premio Cervantes, sino su boca sin mascarilla bajo tierra, su postura de rey emérito que reza por un asiento libre en el metro desde la acera del andén: supongo que me resultaba duro pensar que alguien podía cambiar la capacidad de escribir una obra maestra por la incapacidad de mantenerse erguido; pero me da que los años de los hombres tampoco escapan a las reglas del intercambio de mercancías.
El poeta se apoyaba, al principio, en un andador rojo y con ruedas que hubiese gritado de dolor (menos mal que los objetos no tienen derecho a la libertad de expresión), de haber podido, por verse envuelto en un dúo de moda con el jersey amarillo mostaza del poeta, que tenía la piel tostada y las manos viejas, un sombrero que hubo de ser rebelde antaño y los tobillos hinchados. El poeta vestía como en los mejores tiempos de su éxito, y por eso era elegante hasta pasado de moda. Más tarde, mientras la cabeza del metro se acercaba con un rugido de metal, el poeta apoyó sus brazos en los hombros de la mujer que lo acompañaba y esta se hizo cargo del andador, que parecía un burro expresamente extraviado en la ciudad para cargar con dos o tres bolsas del supermercado de El Corte Inglés.
Ya en el metro, el poeta encontró un sitio casi sin querer, tropezando con sus años, y allí se plantó, al lado de una chica que miraba todo el rato al suelo, ignorante de que a su lado estaba un hombre que había estado en sus libros de texto, en los programas más importantes de la televisión nacional y en la boca del mundo entero; aunque lo cierto es que aquél hombre ahora solo estaba cansado (y al lado de aquélla chica); lo cierto es que es difícil, para el ojo inexperto, distinguir a una leyenda entre la basura del metro de Madrid.
Pero no nos engañemos: yo por entonces aún no sabía si aquél hombre era el viejo poeta o un viejo a secas. Es increíble cómo el trabajo/pasado de alguien cambia su estatus social: si aquél hombre en vez de escritor hubiese sido, pongamos, contable, yo no hubiese perdido en él más de dos minutos y ustedes no tendrían estas líneas: pero a aquél hombre le avalaba su pasado y yo soy un cotilla. Así que busqué fotos de él en Google y comprobé que se parecía mucho al poeta; pero aún así era imposible estar seguro de él. Lo seguí observando despacio, esperando vislumbrar, entre sus gestos, en sus palabras, el surco que deja la historia en la rutina; pero todo lo que vi fueron unos ojos perdidos que inspeccionaban el vagón con dificultad y sin cesar y una boca que preguntaba todo el tiempo por el número de la línea en la que estaba, por la parada en la que tenía que bajarse aquélla boca.
Aunque fue precisamente aquélla boca la que me aseguró la identidad del poeta, que es un andaluz nacido en La Mancha: su acento se convirtió en su huella dactilar. Eran demasiadas coincidencias juntas para no ser cierto.
Así que tenía delante de mí (según la Wikipedia) algunos premios nacionales, un Planeta, un doctorado honoris causa, a un hijo predilecto de una comunidad autónoma y, sobre todo, millones de líneas tan bien escritas como para dar de comer a un hombre durante 55 años. Lo que yo tenía delante de mí era una vieja gloria exhausta, un poeta que se había dedicado a escribir dramas y novelas populares hasta la arruga, un anciano al que su antigua gloria presente lo eximía de la ley (un privilegio del que nadie se quejaba, como si el metro entero hubiese reconocido, de pronto, la grandeza del viejo) y de los hijos de puta. Lo que tenía delante de mí, ciertamente, era al dueño de un lugar en la estantería de mi abuelo, que también es mi casa.
Uno sabe que se ha encontrado con alguien importante cuando hasta ese momento pensaba que ese alguien estaba muerto, pues tendemos a creer que no es posible amasar una gloria póstuma estando vivo. Pero no: el poeta vivía, discreto, en el subsuelo de Madrid mientras yo llevaba en mi mochila el libro de un autor al que admiro mucho y al que el poeta seguramente conoció en persona. Estuve a punto de dárselo para que me lo firmase (lo mismo que un niño fan de Messi que tuviese que conformarse con conocer a Ibai Llanos), pero apresé mi dignidad a tiempo.
Me bajé en la parada anterior a la suya, seguro de que aquella sería la última vez que él me iba a ver con vida. Caminé bajo la lluvia pensando en la vergüenza que sentía por no haber leído ninguno de sus libros. Llegué a casa, observé mi estantería repleta de su vacío y me sentí culpable: al menos él había coincidido conmigo en el metro. Un rato después, me tranquilicé. Todavía queda(ba) tiempo. Los poetas no se acaban nunca.