
Ella dormía. Existen sonidos con luz capaces de crear un imperio en el aire de la habitación que descansa a oscuras. Supongo que su respiración era un ruido de este tipo. Ella dormía a mi lado, en la otra orilla de la cama, pero daba la impresión de estar soñando mucho más lejos, donde mi mano no podía alcanzarla, en las afueras de la intimidad, donde la vida se termina. Sufrir un ataque de insomnio estando acompañado solo es otra forma de estar solo. Ella dormía en voz baja y casi no se la escuchaba. Creo que fue la primera vez que deseé que alguien con el que compartía noche roncase, pero no, ella no era así; ella dormía en susurros y yo empecé a pensar más de la cuenta. Había algo que me molestaba, y no era el insignificante alboroto de su descanso, sino el incesante barullo de mi cabeza. No era el silencio, lo que me impedía dormir, sino las consecuencias del silencio. Me di media vuelta y ahogué mi oreja en mi almohada, pero fue inútil: ni siquiera los sordos pueden dejar de escuchar lo que dicen mientras callan. Así que continué pensando; qué otra cosa podía hacer.
Continué pensando y el pensamiento debió de írseme de las manos, porque aquella noche llegué a una conclusión importante: el silencio es para los adultos lo que la oscuridad para los niños.
Uno abandona la infancia cuando intercambia un miedo por otro. Crecer es asustarse distinto, temer de otra forma. La única diferencia entre ser un niño y ser un adulto es el territorio en el que se encuentran los miedos: el niño cree que los monstruos habitan el exterior, escondidos bajo la cama o dentro de un armario; el adulto sabe, sin embargo, que lleva los monstruos dentro de sí, agazapados en su cabeza, y que la vida no es otra cosa que el continuo intento por mantenerlos callados. Por eso amamos los sonidos, las voces: porque nos defienden del silencio, que es el ruido de la mente.
Supongo que es lógico, entonces, que el mundo se haya convertido en un enjambre que murmura sin cesar. De la misma forma que un enfermo robaría sin dudar el frasco del antídoto que necesita para curarse, la humanidad abraza las facilidades que el presente siglo ofrece para crear ruido. Se observa en todas partes: cada vez es más difícil encontrar a alguien que duerma sin voces (sin la radio o un podcast) que lo distraigan de sí mismo y de la noche; ahora los paseos se dan con auriculares en las orejas, lo mismo que los viajes en tren y las comidas y las duchas solitarias; en las tiendas y los supermercados la música está por todas partes, igual que en los ascensores (supongo que para no tener que rellenar el silencio sin aire que deja la vergüenza) y las cafeterías; y en el metro de Madrid, de vez en cuando, al pasajero que espera en el andén lo asalta una melodía infernal que vuelve imposible la introspección.
Pero quién puede culparnos, quién se atrevería a juzgar al enfermo que termina con su antídoto de un trago, ansioso por volver a ser é(e)l mismo (solo que, en este caso, nosotros lo que queremos evitar a toda costa es ser nosotros mismos). Acabar con el silencio se ha convertido en un servicio público, en un nuevo fundamento del estado de bienestar. Tanto es así que yo le propondría al FMI que empezase a tener en cuenta las posibilidades que los habitantes de cada país tienen para evitar el silencio como indicador de la riqueza del mismo. La capacidad de olvidarse de que uno es un yo que de verdad existe es exclusiva del primer mundo.
Aún así, yo creo que se ha ahondado poco en las bondades del silencio, que más que destructivo es revolucionario, que es más inquietante que supremo. El silencio es el enemigo natural de la clase dominante, de la tiranía. Los niños obligados a guardar silencio en la escuela (que no es más que una deseable dictadura de profesores) desarrollan otras vías de comunicación, hablan con las manos y los ojos, utilizan un lenguaje que ignora la palabra porque es más fuerte que ella, y reniegan de los sonidos para pasarse, por debajo de la mesa, diminutas cartas de amor. Por el contrario, el corrupto, el amo, desea el ruido, la distorsión, y arremete contra el silencio porque sabe que es una de las formas que la conciencia adquiere cuando la casa de la mente se le queda pequeña. El que piensa mucho calla bastante, y eso lo saben hasta en la televisión: las mejores series están construidas a base de planos mudos, de imágenes que hablan sin voz y solo se interrumpen para decir cosas importantes; luego las malas se llevan los premios, es cierto; pero no se quedan con la eternidad, que es un galardón que solo puede conceder el tiempo. Dicen que el arte imita a la vida, dicen.
Lo que debería fomentarse, entonces, en los centros autogestionados, en los gaztetxes, los verdaderos sitios de los cambios sociales, son espacios callados, pequeños oasis con vistas al interior de uno mismo, aunque quepa la posibilidad de que desde esas ventanas solo se observe un cementerio en ruinas o la manchada parte de atrás de un viejo edificio con humedades; aunque todo lo que ofrezca el paisaje sea un gran repertorio de miedos y de culpas. Las buenas ideas también pueden salir de los malos momentos, de las habitaciones en las que no podemos conciliar el sueño.
Yo me imagino que un mundo mejor será un mundo más callado, porque eso significará que estamos más a gusto con nosotros mismos, lo que querrá decir que o estamos más libres de culpa o que la culpa no existe; que hemos aceptado lo inevitable de la muerte o que la muerte ha dejado de ser inevitable. No será un mal mundo, ese mundo; y no saben lo que me molesta no poder verlo; pero para cuando llegue yo ya estaré con los ojos cerrados y habré conseguido soñar mi sueño, descansando.