
Para ser pueblo hay que chocarse con el pueblo en el metro, aspirar el olor a perfume, a sudor y a fracaso del pueblo que tenemos en el asiento de al lado y en la mirada ausente que nos ignora mirándonos. Ser pueblo es odiar al pueblo. Para querer al pueblo hay que dejar de ser pueblo, observarlo desde lejos, desde muy lejos, y amarlo sin contacto, que es la única forma válida de querer sin dañar, y de morirse de asco. Querer al pueblo es querer a un niño, a un perro; los que odiamos al pueblo lo odiamos porque somos sus hijos, sus hermanos y sus esclavos: y porque lo tenemos a un centímetro de distancia, en la nuca: ya saben, resoplando. En la nuca. En el metro.
Por eso digo: no confiéis, adolescentes, en las palabras de Erich Fromm, que en realidad solo se ama lo que se desconoce, que solo lo que se conoce da asco. El contacto con el pueblo es una tarde perdida en el sofá, otra tarde perdida en el sofá después de un largo día perdido en la silla, en la oficina, el escritorio. Solo el que no es pueblo puede desear ser pueblo. El que no tiene dinero solo quiere tenerlo. El que descansa con el pueblo nunca descansa en paz: tiene al futuro resoplándole detrás, delante, en la cama. En el metro. El futuro, ya saben.
(Uno no puede vomitar con el olor de los cerdos cuando solo los huele por televisión.)
El pueblo, la gente, el personal, ese gran palacio destartalado, polvoriento, viejo, que se desmorona cuando se cierran las oficinas y renace de su propio fango a eso de las seis, cuando suena el despertador y la muerte es, por una única vez en el día, algo más deseable que la vida. El pueblo, que sale de casa con frío para regresar oliendo a calor y a arena y a derrotas, mientras el pueblo le espera en casa con un reproche en la boca, con un beso en el culo. El pueblo solo se junta con el pueblo, y eso lo engrandece. Así de pequeño es el pueblo. El pueblo es tan grande como el pueblo.
El pueblo es el personal. Tal cual. Bueno.
Todas las mañanas. Sí: he dicho: todas las mañanas. No miento. Todas. Las. Maña. Nas. A borbotones, emergen de la tierra a borbotones. Salimos de la nada como quien sale de una mochila. Todas las mañanas. Las personas de papel, la gente de verdad que tiene algo que perder y creemos perder algo que ganar. La gente. El pueblo. Chocándose en el metro, odiándose en la calle. Queriéndose en sus sueños, que jamás están en el metro. Los sueños. La calle. El metro. Nosotros, el pueblo.
Quién merodea por ahí, quiénes nos arrastramos así, suplicando, al jefe, al médico, la vida, al banco. El pueblo se tambalea de noche y de día también se tambalea, el pueblo. Ser del pueblo es tiritar todo el tiempo, temer todo el rato. Ahí viene una factura, y te agachas. Por allá llega una riada, y corres. No hay nada tan popular como tener miedo. Por eso solo el que no escalofría no escarmienta y ama al pueblo: porque no le pertenece, al pueblo; porque no le pertenece a nadie. El pueblo.
Entonces, decía, que odio al pueblo porque lo amo, me amo tanto que me odio, pueblo, en serio. El pueblo se mira en el espejo y se ve feo. Y mira a su mujer y la ve fea y ella lo ve feo a él y se ve fea a ella en el retrovisor del pueblo, que siempre está en el taller. Luego llega un moderno y ve bonito al pueblo y a su mujer, y eso es el arte: así de simple. Amo al pueblo porque no soy capaz de odiarme a mí mismo, aunque me odio. El pueblo odia al pueblo y lo quiere tanto que quiere que el pueblo se odie a sí mismo, que se odie tanto que deje de ser pueblo. Que deje de ser pueblo, y sea otra cosa: una cosa lo suficientemente alejada y distinta como para ser capaz de amar al pueblo, que ya no existiría.
Así que yo amo al pueblo tanto que lo odio. Quiero que el pueblo deje de ser pueblo y solo sea feliz. Que el pueblo abandone el metro como se abandona a un viejo y querido y perjudicial amor eterno. Que el pueblo pueda ir caminando, porque es feliz y le sobra el tiempo. Creo que ser feliz es andar sobrado de tiempo, caminar sin estar atento. Pueblo, te amo tanto que te odio, me repugna tu olor en el metro, la invasión continúa de mi espacio personal cada mañana: te amo tanto que me gustaría no volver a verte, y saber que te va bien, y que tú también me quieres, porque no te molesto, porque no me conoces. Así me querrías, ¿no es cierto? Pueblo, pueblito mío, ojalá jamás nos hubiésemos conocido: yo sería más feliz y tú no serías distinto. Yo gano y tú no pierdes. No es poco (no lo es).
(A veces creo que amo más a mi jefe que a mi mejor amigo; porque no lo conozco, porque no sé quién es: mi jefe nunca me ha despertado a las tres de la mañana porque se le haya roto el corazón. Pero por mi jefe no me despertaría a las tres de la mañana para arreglarle el corazón roto.)
En fin: que el pueblo debería desconfiar no del que le dice lo bueno que es, sino del que no le dice que podría ser mejor, distinto: que podría dejar de existir para existir de otra forma. El pueblo sería un pueblo mejor si fuese otro pueblo, si fuese el pueblo sin el pueblo, un pueblo menos pueblerino y más grande y, por lo tanto, más vivo. Más y menos pueblo. Así debería ser el pueblo.
Pero al pueblo lo manejan los que lo aman, que son a los que no les importa, porque no saben quién es y quieren que siga siendo lo que es porque no saben lo que es y necesitan que sea lo que es. Así que el pueblo está jodido y nosotros estamos jodidos con él; con nuestro grande y perspicaz y amado y maloliente pueblo, que nos dió la vida solo para volver a quitárnosla despacio, corriendo, en el metro, en la vida, en el pueblo. Lo que hay que ver. Te digo.
El pueblo…