
Arnaldo Otegi es ese Olentzero sin barba y olvidadizo que se ha dejado el saco con los regalos para la fiesta de la democracia en casa o en el almacén, donde nadie puede verlos, o sea: en el monte, que es su casa y es su almacén y es su día libre. Esta semana el líder de EH Bildu ha estado en varios lugares distintos al mismo tiempo, un poder que solo tienen los dioses, los tres Reyes Magos y Papá Noel, que es el Olentzero del resto del mundo, no mejor que el vasco, sino con mejor márquetin. (La diferencia que hay entre el Olentzero y Papá Noel es la misma que existe entre Iñigo Urkullu y Joe Biden: un puñado de anuncios mejor puestos en unas calles algo más bulliciosas que las de Bilbao. Punto: Urkullu está a un Manhattan de ser el presidente de Estados Unidos.) Y eso que la omnipresencia es un adjetivo poco abertzale, porque los nacionalistas solo quieren estar en un sitio, el suyo. Y quién no. De rato en rato todos somos nacionalistas de nuestra casa, nacionalistas de nuestro sofá, de nuestro mundo, que es el nuestro y el de los nuestros. La bandera de los nacionalistas de andar por casa es el sofá de su salón, que a veces parece un corazón en el que tumbarse.
Entonces, decía, que en los últimos días Otegi ha salido en todas partes, hasta en el Congreso, donde casi todos lo odian (como a Dios en la Iglesia y a Papá Noel en Euskadi). Lo ha conseguido a través de unas declaraciones en las que se ponía a sí mismo como un genio de la estrategia política que susurra verdades en confianza y grita mentiras en público. Bueno: o eso es lo que he leído yo en el ABC, al menos. Después, por simple curiosidad ¿profesional?, he comprobado otros medios nacionales, que sacaban lecturas parecidas. Al final, he optado por ver las imágenes de la famosa charla yo mismo y ya sí que no he entendido nada.
Donde los periódicos contaban que veían a un maquiavélico etarra jugando con el Gobierno del Estado como si este último fuese el Gobierno de Playmobil, yo observaba a un hombre de izquierdas explicando que era mejor para sus intereses que gobernase la izquierda y no la derecha, que creo que es lo mismo que escuchar a un pez decir que prefiere vivir en un vaso de agua antes que en uno lleno de Coca-Cola. En fin: da la impresión de que algunos periodistas pensaban que iban a ver a Otegi fumándose un puro con Abascal en la Plaza de Toros de las Ventas unos minutos antes de irse con Casado de cañas para proclamar el fin de la opresión al dinero, que debe de andar todo encarcelado en Valencia.
La derecha política (y la izquierda mesiánica) lleva diez años exigiendo a la izquierda abertzale que condene el terrorismo de ETA. Acaban de conseguirlo, y no han tardado ni 24 horas en encontrar una nueva excusa para demonizar a Otegi, un grandullón de cara sin pelo que solo va a gobernarse a sí mismo, que no es poco, pero aún menos es demasiado. (El que gobierna sobre un terrón de azúcar posee un imperio más impresionante que el que gobierna sobre nada, y Santiago Abascal no tiene pinta de conocer sus propios límites, y eso que una persona tampoco es un reino tan grande.)
Mi consejo para el señor Otegi es que deje la política y se largue a su casa a recuperar el tiempo perdido en prisión y en los escenarios de su patria, porque haga lo que haga aquí jamás habrá nada que hacer. Hay años enteros que no sirven para mucho y semanas que valen por un siglo. Esta última ha bastado, al menos, por unas cuantas horas, porque ha demostrado empíricamente lo que ya sabíamos en teoría: que en política institucional primero van los objetivos, después los discursos y al final del todo, en el culo de la cola, las ideas (sean lo que sean las ideas). Lo que ha quedado claro, precisamente, es que todo está escrito de antemano, que el show de la democracia peca de determinismo y que Dios bien puede ser el papa o Papá Noel, que eso es lo de menos: lo importante es vender estampitas.
Arnaldo Otegi debería, entonces, largarse a su casa y cambiar Euskal Herria por el sofá de su salón, que es una patria más pequeña, pero también más fácil, más cómoda y más tierna. Una patria más para él mismo, una patria como un monte, solitaria y escondida, totalmente otegiana y abertzale y solo suya: a salvo del pasado, que es lo que uno le pide a su país: que no le recuerde demasiado lo que fue para no culparse en exceso por lo que viene siendo. Sobre todo, y más que nada, cuando se tiene la televisión apagada.