
Uno pide perdón para ser absuelto del pasado, que es el único lugar en el que uno, alguna vez, ha fallado. No está mal, haber fallado en un solo sitio en tanto tiempo (aunque ese sitio sea más grande que Rusia (el tiempo es más amplio que el espacio, solo que se cruza más deprisa)). Es un logro de la raza humana. No: se trata de una suerte de la raza humana, que el fracaso solo pueda recordarse. Pedir perdón es exigirle a otro que nos absuelva por haber obrado mal, nosotros. Somos, todos, jueces que vagan por el mundo en busca de alguien que haga su trabajo por ellos, intentando encontrar un pringado que dicte sentencia en el juzgado de nuestra mente, ese estrado repleto de fiscales que quieren encarcelarnos por dentro y a costa nuestra. Pedir perdón a alguien es pedírselo a uno mismo. No existe nadie que pueda perdonar a otro de veras; las ofensas, los crímenes, los desplantes, son patologías que solo se curan con el olvido, que es una píldora hecha de distancias y de años. Nadie dispone de tanto tiempo para ayudar a la persona que lo único que le ha hecho es daño.
Entonces: para qué queremos el perdón. Qué se hace con un lo siento.
Existe un hombre que lo sabe. La respuesta es obvia. No la diremos. El hombre es lo importante.
La voz de la radio daba vueltas por el cuarto como un reloj estropeado. A esas horas habría, en alguna parte, un pecador de rodillas frente al mundo. La radio continuaba con su trabajo frágil e inútil e imprescindible mientras en alguna parte habría algún pecador de pie que pecase sin pena ni horarios. Erguido y sin reloj. Pletórico de culpa. Y la radio habló con la voz cansada de un hombre sentado y dueño de sus palabras, seguro, casi filosófico; la voz de la radio dijo con la voz de Ibon Etxezarreta, exmiembro de ETA: «Reconozco que lo que hice estuvo mal y que fue injusto, pero no he pedido perdón. Pedir perdón sería poner una piedra más en su mochila, ya que tendría que pensar si perdonarme o no. No se lo pido porque lo que les hicimos a ella y a su familia es imperdonable». Dijo. A la esposa de su víctima, y a todos nosotros, la voz. En Euskadi Irratia. El hombre.
Ibon Etxezarreta ha pasado 20 años en la cárcel y ahora avanza por las calles que él mismo elige con una pulsera en el tobillo que no se sabe muy bien si es un símbolo de libertad o un recordatorio de su condena; un aparato del que desconocemos si es una forma de pedir perdón con la pierna apretada o una manera de no decir lo siento nunca. Etxezarreta mató a dos hombres y preferiría no haberlo hecho. De eso se enteró en prisión. Antes de entrar en ella fue famoso, y, poco después de convertirse en preso, dejó de serlo. Hasta ahora, que ha regresado a sus quince y warholianos minutos de gloria/castigo gracias al estreno de la película Maixabel, que narra un tramo de la vida de Maixabel Lasa, la esposa de una de sus víctimas. Es a ella a quien se refería en la radio. Es a él a quien interpreta Luis Tosar, en la cinta.
Etxezarreta parece un hombre entero pero derrotado que cruza la vida disculpándose todo el rato, como si estuviese chocándose con otras personas por la calle todo el tiempo. Da la impresión de que se siente una molestia constante para el mundo. Etxezarreta es un hombre con pasado, algo que lo iguala a todos los hombres. Fue un hombre que obró mal, Etxezarreta. Como todos lo hemos hecho alguna vez, aunque no sea lo mismo portarse mal que cometer un crimen, claro. Todos hemos obrado mal alguna vez, lo único que cambia es la magnitud del fallo.
Todos hemos obrado mal, digo, y ninguno es la misma persona que ha sido. Quién puede pensar en el individuo que era en el año 2000 sin recordar a un loco, un estúpido o un cándido, a un desconocido con el que solo comparte un nombre y algunos recuerdos compartidos. Nadie es capaz de verse a sí mismo como un loco, un estúpido o un cándido, lo que demuestra que nadie sigue siendo el que fue. Las personas que éramos son exnovias: alguien con quien ya no pensamos en voz alta, con quien ya no estamos de acuerdo del todo. El Ibon Etxezarreta que mató no es el mismo que habló el otro día en la radio, aunque el de la radio, tan corporal, tan sensato, pague las consecuencias del que ya no existe, respirando. Supongo que ese es el auténtico castigo de este hombre: pagar por el crimen que cometió siendo otra persona. Que es lo lógico, supongo, pero a veces dudo de si también es lo justo. Creo que su auténtico castigo es ese: respirar recordando.
Ibon Etxezarreta obró muy mal. Obró fatal y se arrepintió, Ibon. Está condenado y paga cada vez que respira, paga menos por fuera que por dentro, Etxezarreta. Qué fácil sería para él abrir la boca y pedir perdón. Tan sencillo: separa los dientes, mueve la lengua y acciona su voz: lo-sien-to. Y ya está: al instante aligeraría un poco su carga; el cerebro le pesaría algo menos y alguna de sus víctimas le ayudaría, sin saberlo del todo, a cargar con la bolsa de plástico de sus malos recuerdos. Pero qué va: el tipo prefiere permanecer callado. En silencio. Arrastrar su saco él solo. Porque sabe que es lo justo, porque entiende su condena. Y esa debe de ser la mayor muestra de su inserción social. Sea lo que sea eso. Ahí hay algo. Puede que un hombre bueno. Sea lo que sea eso. Puede que alguien que merezca dejar de sufrir. Si es que eso puede lograrse alguna vez.
(Ibon Etxezarreta me recuerda, en parte, a Jean Valjean.)
Entonces, preguntaba, que de qué valen las disculpas. A quién ayudan los me arrepiento.
Para qué sirve decir lo siento.
Mi respuesta es una suposición: para poder seguir viviendo.