
Me gusta ver triunfar a los calvos y a los gordos; supongo que es una forma de ver cómo me quedaría a mí el triunfo, como si el triunfo fuese una ropa que otro se probase delante de todos para ver cómo me sienta a mí, el triunfo. Vaya ego, David. Vaya triunfo: ver triunfar a tus semejantes es como verte a ti mismo en el reflejo de los probadores de una tienda de trajes: sabiendo cómo serías si fueses más guapo, si te hubieses hecho de otra manera. Mejor. Triunfando. El triunfo es un traje que le sienta bien a cualquiera.
Me gusta ver triunfar a los gordos y a los calvos. José Manuel Castro Blanco, cuyo pseudónimo literario es Manel Monteagudo (Manel para los amigos, y yo quiero serlo), es lo primero y casi lo segundo, y también es gallego: lo que lo convierte en prácticamente mi hermano (y los triunfos de la familia hay que celebrarlos, siempre, carallo).
Manel se despertó el lunes siendo un escritor desconocido y se acostó el jueves siendo un personaje popular (y estoy utilizando esta palabra con todas sus consecuencias). Manel, que le dijo a la Agencia Efe que había estado 35 años en coma para que la Agencia Efe se lo dijese a España, pero la Agencia Efe decidió contárselo al mundo. Y el mundo se tragó a Manel, completito (a veces el mundo, y es lo que hay, está formado por periodistas muy vagos).
Este hombre gafoso y entrañable, Manel, ha conseguido derrotar a la ya de por sí derrotada credibilidad periodística del país con unas cuantas frases frente al espejo, diciendo la iraquí mentira de su desgracia, componiendo versos con su boca; Manel ha logrado desacreditar a la profesión de las acreditaciones escribiendo con su voz, ese arma cargada de cuerdas, y un puñado de silencios, la historia del personaje en el que se ha convertido.
La risa y la indignación en las redes, y la vergüenza en los periodistas, no han tardado en llegar. La gente se ha quejado, ha embestido, contra Manel, y tal. Lo que pasa es que lo que suele pasar con la gente es que no se entera de nada. Porque todo el mundo parece olvidar que Manel no es José Manuel, que Manel es poeta, o sea: un artista. Y eso es lo que hacen los artistas: lanzar debates a la opinión pública, actuar al revés de las reglas, vivir en polémicas y extraer dinero de la vergüenza. Todo escritor mataría por inventar la historia que se le ha ocurrido a Manel, el poeta: un relato-metáfora sobre el paso del tiempo que viene con una canción de amor y una performance viral de regalo y que contiene unas cuantas características de la ciencia ficción que podrían hacerlo triunfar en el mainstream. Qué envidia, Manel, qué bárbaro. Qué artista.
Porque eso es lo que es el criticado Manel, un artista, el artista total: porque ha hecho una obra maestra sin ni siquiera saberlo, porque ha compuesto una obra tan compleja que ni él mismo la entiende. Y por eso se ha arrepentido: porque ignora la magnitud de sus actos, porque es un genio que no habla el mismo idioma que su genialidad, Manel: que solo sabía que era un genio oculto que buscaba ser un genio descubierto, como un animal de intuiciones, como si fuese tonto, como si fuese Messi, otro genio, dicen.
Yo estoy seguro de que Manel ha leído a Franz Kafka y se ha quedado como doblado con La metamorfosis. Manel leyó a Kafka y quiso ser Kafka, pero entendió que él nunca podría ser Kafka y que lo más parecido a lo que podría aspirar a convertirse era en Gregorio Samsa (muchas veces la genialidad tan solo consiste en conocer los límites que te imponen tus carencias).
(Manel reescribió La metamorfosis con su voz y su cuerpo a medida que se iba escribiendo a sí mismo.)
Manel es un personaje de José Manuel, que quiso ser Kafka y fue Gregorio Samsa, el hombre que una mañana despierta convertido en insecto, que es una extraña forma de envejecer y no reconocerse a uno mismo. Como una enfermedad, eso es, la genialidad, una enfermedad que nadie está nunca muy seguro de tener. Por eso se ha arrepentido Manel. Magno artista. Qué bárbaro. Qué bueno, Manel. Qué kafkiano. Qué historia. Qué triunfo.