Diario: Un paseo por la OTAN en Madrid

Paseo por Madrid como un guisante perdido por su plato. La llegada de la OTAN a la ciudad había sido anunciada como una invasión feliz y las televisiones hablan de Joe Biden, ese fino y yanqui anciano, el americano Pedro Sánchez del futuro, como de un extraterrestre. Yo camino por la capital de los acomplejados lo mismo que un perro por su casa: mirando con extrañeza y por el móvil la venida de los hombres del presente, que hablan en inglés y llevan trajes adornados con pines nacionales y pinganillos con forma de alubia en los oídos y que no saben dejar de sonreír ni de mandar; y mientras yo los miro a ellos, mis vecinos, los tertulianos del país, los periodistas de la tele, alaban a esos hombres y mujeres del presente de la misma forma que lo  haría un mono que se encontrase con un tipo del Renacimiento en el Renacimiento: sabiendo que ese es su futuro, con una imperceptible reverencia, como permitiendo que los pisoteen un poco.

(Realmente, si para algo ha servido la cumbre de la OTAN es para darnos cuenta de que vivimos en el pasado y que escuchar las noticias americanas es lo mismo que escucharnos a nosotros mismos hablando dentro de diez años.)

Paso por delante del Prado. Un hombre pálido y con el cuello algo chamuscado de rojo sostiene la mano de su hija mientras observa el edificio con incredulidad y gafas de sol. A mí me sorprende lo vacía que esta la entrada del museo: las colas de turistas han mutado en pequeños grupos de policías felices: bien mirado, la cumbre de la OTAN ha sido montada para ellos, para sus desfiles y su importancia (10.000 AGENTES DESPLEGADOS EN MADRID): una cumbre de la OTAN es lo más parecido a la Navidad de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que vamos a vivir nunca. Detrás de sus coros, el camión de RTVE parece un puzzle desmontado: los dirigentes de los países miembro de la Alianza cenarán mañana en el museo. (Me pregunto, por puro interés en mí mismo y mi trayectoria, si alguno de los presidentes/primeros ministros que participan en el evento habrá sorteado todas las trampas de la carrera política, toda la resignación de la diplomacia internacional, para lograr cenar en el claustro del Museo del Prado). Lo que sorprende al hombre quemado y con descendencia lo ignoro. Pero, observando su cara, me imagino que está echando de menos lo que nunca ha visto, o que sabe que por culpa de la geopolítica mundial ha perdido un bonito recuerdo junto a su hija. Más allá, dos chicas intercambian palabras sueltas en castellano con un segurata barrigón y contento: «Hoy y mañana cerrado. Cerrado», los brazos móviles le permiten alternar muy rápido la postura de un espantapájaros con la de Buda. Las chicas no dejan de preguntar con monosílabos («¿Sí?», «Why?», «¿No?»). El tipo parece más importante que otros días.

Continúo con mi paseo y mientras lo hago el cielo no deja de vibrar. Los helicópteros llevan una semana taladrando el aire y haciendo que los transeúntes miren al cielo más de lo recomendable (otro punto para la OTAN). Una mujer algo desorientada dirige su vista hacia donde no es, como si de verdad quisiese ver las nubes y no ese triste ventilador con alas. Imagino que el piloto del cacharro querrá sobrevolar el perímetro de seguridad de Ifema, que es donde se desarrollará la parte de la historia destinada a los libros. Allí, tan lejos, los políticos hablarán, decidirán, mearán, comerán. Me pregunto si en Ifema habrá catadores de comida para comprobar que no está envenenada; pero me respondo que la realidad/historia ha perdido poesía para ganar Derechos Humanos y que, una vez más, otra vez más, de ese trabajo se ocupará la ciencia.

Las aceras de los hoteles de lujo están valladas y precintadas y me traen un extraño recuerdo de fiestas patronales, casi me apetece entrar al Ritz a pedir un katxi. Unos hombres de negro me lo impiden. Todo está como algo vacío y algo disfrazado. La verdad se ha ido de vacaciones. Hay menos coches en la carretera, por lo que los autobuses parecen más que antes. Cruzo algunas de las calzadas del centro como si fuesen el sendero de tierra de un pueblo abandonado. Tengo la mañana libre y la ciudad también la tiene. El sol, no obstante, continúa con su trabajo.

Llego al Retiro, que sigue igual de lleno que antes de la OTAN: el turismo siempre encuentra algo que fotografiar; las guerras han perdido la batalla contra el turismo. Intento encontrar un hueco donde sentarme a leer, pero la gente hace más ruido que los helicópteros. Un par de señores pasean sus opiniones por mi cara: «¿Y qué quieren, que nos invadan los marroquíes? Es que hay que ser tonto: ¿no ven lo que está pasando en Ucrania? Parecen gilipollas, la hostia». La conversación me recuerda a los informativos: lo que he sacado en claro de ellos es que si tu opinión está en contra de la OTAN significa que tu opinión está estropeada. No funciona, tu opinión. Y lo que a mí me apetece es gritarle mis opiniones rotas a esos dos viejos tan bien informados, pero ya se han ido: sus coronillas brillan como dos focos de sol, a lo lejos.

Ya en casa, el WhatsApp sustituye a la tele y habla de la OTAN.

Una amiga: He venido al gym y no nos dejan pasar.

Yo: Por qué??? Ha pasado algo?

Una amiga: El puto biden supongo.

Mis compañeros de piso teletrabajan o porque siempre lo hacen o por la OTAN. El ruido de los helicópteros se cuela por mi ventana y transmite la sensación de que el cielo tiene ganas de vomitar, como si estuviese manteniendo a una familia de nubes enfermas. La cumbre de la Alianza me persigue hasta mi habitación y pienso que, si la OTAN coloniza mi cuarto, lo justo sería que ahora que la Casa Blanca está tan vacía alguien la okupase. Al menos durante estos días. Total, a nadie le hace falta.

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