
Sabemos que Fernando Pessoa no es un dios porque está muerto. También sabemos que fue un hombre porque, como todos los hombres, tenía una multitud de hombres dentro de él mismo. No obstante, lo que lo vuelve extraordinario y nos hace dudar de su esencia humana es que también albergaba un enjambre de poetas en el cuerpo. Tenía tanta y tan diferente poesía dentro de sí que hubo de inventarse no un montón de escritores, sino muchas personas distintas que escribían poesía, lo mismo que Dios o los agentes literarios, para satisfacer sus pulsiones. Los heterónimos de Pessoa son la traslación a la realidad de la lucha interna del artista por crearse un estilo. Pessoa quería ser clásico y moderno, religioso y ateo, urbanita y montaraz; Pessoa quería que su estilo fuesen todos, así que se hizo cientos.
Y puede que Alberto Caeiro fuese el Pessoa-fundamental.
La poesía de Alberto Caeiro es una poesía vegetal y simple que camina arrastrándose por el suelo. El Pessoa-Caeiro es el maestro del resto de Pessoas (Pessoa confiaba tanto en sí mismo que fue su propio profesor) y aboga por una lírica popular que busca la palabra justa para expresar ideas de apariencia fácil y contenido profundo. La personalidad de este heterónimo es la de un pastor poco leído, pero con una gran sabiduría agrícola, y viene a reflejar la consagración del mito del buen salvaje de Rousseau (el artista puro que parece haber surgido de la tierra como una patata con talento). Su verso es libre y posee una música que debe de parecerse mucho a la que emiten los bosques y los ríos cuando están solos.
Caeiro utiliza la poesía para decirse a sí mismo. A través de su obra vamos descubriendo un pensamiento que descree de la razón y confía en la superioridad de los sentidos respecto a la mente. Caeiro, cuando está sano, dice que la persona que está enferma es la que piensa, y propone que los seres humanos abandonen la reflexión y traten de comportarse como plantas u objetos inanimados, dejándose sorprender por las caricias del sol y de la lluvia, sin juzgar si algo es bueno o malo. De alguna manera, viene a defender que el girasol no se pregunta qué es lo que lo hace girasol, sino que simplemente lo es. A veces, da la impresión de que Caeiro quisiera volverse un árbol o una piedra o una coliflor que escribiese (“Y que al leer mis versos piensen que soy una cosa natural”); otras, en cambio, parece que lo que en realidad le gustaría es dejar de existir y eliminar toda pista de su paso por el mundo (“Antes el vuelo del ave, que pasa y no deja rastro,/ que el paso del animal, que deja un recuerdo en el suelo”).
Caeiro es, en resumen, un poeta tratando de convertirse en hoja.
Otro asunto importante en la poesía de este heterónimo es la religión. Caeiro no cree en Dios, aunque conoce los rudimentos del catolicismo. Es un poeta pagano que solo confía en la santidad de las cosas del campo y que reza, sin orar, a la Naturaleza, a los elementos que puede ver y tocar (“No creo en Dios porque nunca lo he visto./Si el quisiera que yo creyera en él,/ seguro que vendría a hablar conmigo/ y entraría por mi puerta/ diciéndome: ¡Aquí estoy!”). Su tesis parece ser la de que es el pensamiento el que inventa la religión y que, por lo tanto, la religión debe de ser algo nocivo (“(…) La rama de un árbol,/ si pensase, nunca podría/ inventar ni santos ni ángeles…/ Podría pensar que el sol es Dios, y que la tormenta/ es un montón de gente/ enfadada por encima de nosotros…”).
Sin embargo, el postulado más interesante de Caeiro es el de la enfermedad. Para él, la persona enferma no puede pensar de la misma forma que lo hace cuando está sana. Así, Caeiro escribe enfermo una serie de poemas en los que invalida e incluso contradice las ideas que ha defendido en su poesía saludable. El punto culminante de esta tesis se encuentra en el poema El poeta amoroso, en el que el autor describe su amor por una mujer y se contradice de cabo a rabo al defender que el pensamiento es lo mejor de la creación porque le permite pensar en su amada (en un texto previo había escrito: “Amar es la eterna inocencia,/ y la única inocencia es no pensar…”; sin embargo, en El poeta amoroso puede leerse: “Amar es pensar./ Y yo casi me olvido de sentir sólo de pensar en ella”). Por lo tanto, Caeiro sigue la tesis de Platón y declara, de forma tácita, que el amor es una enfermedad mental.
Pero Alberto Caeiro no murió de amor, sino de tuberculosis. Se despidió del mundo con un poema en el que saludaba al sol, que era lo más parecido a un dios que había conocido nunca. Alberto Caerio deseaba que su poesía fuese natural como un amanecer y, muchas veces, lo consiguió.